Aprendizaje Colegial e Innovación UNAD 2 | Page 4

acercó a la cama donde dormía de un humo violáceo. Al día siguiente, los brazos de la muchacha presentaban quemaduras impresas por las garras de Satanás y en el suelo, pintado con tiza negra y letras góticas, había un letrero que explicaba las causas del castigo. Aquella joven no honraba a sus padres. ¿ Vosotras haréis lo mismo, niñas? Como un orfeón respondíamos que no. Unas dejaban mover la barbilla haciendo pucheros, otras permitían que les castañetearan los dientes. Estrellita nos miraba satisfecha, comprobaba la eficacia de sus lecciones y nos organizaba para buscar nuestros útiles en el salón y volver a nuestras casas. Nos juntábamos por parejas cuidándonos las espaldas. Pensábamos que el demonio nos perseguía dispuesto a extender sus garfios ardientes para dejarnos su marca; apenas atisbábamos temerosas la parte final de los sótanos que no había sido iluminada y se nos figuraba una caverna oscura donde habitaban espíritus adversos que tarde o temprano impondrían su presencia atroz. Las españolas encontraban nuevamente su feudo en el camión. Se apostaban a la entrada, cerca de la hermana Estrellita, y desde ese lugar privilegiado designaban sitios:— Tú acá, tú allá. Vosotras en la parte trasera— ordenaban a las más pequeñas, las que mudábamos dentadura y nos preparábamos para la primera comunión. que— Veamos— dijo Rosa Huerta dirigiéndose a Josefina Pineda, una morenita siempre traía los calcetines caídos—. ¿ Es verdad que no te duele nada?— Nada— repuso Josefina tragándose la palabra.— Imposible, mujer, que a todos nos duele si nos rasguñan, dubitativa 43 nos pinchan o nos jalan los cabellos así, como lo hacía Lucifer con la muchacha de cascos ligeros— y al tiempo que Rosa pronunciaba ferozmente.— Pues no me ostentando duele sus eses silbantes y sus jotas— insistía Josefina y su brazo guturales le mesaba estaba amoratado y se le el copete rasaban de lágrimas los ojos. Me parecía un sadismo gratuito; sin embargo, el miedo hacía comedida mi ansia y sed de justicia y de ningún modo me tuve por bienaventurada. Desde mi lugar, al fondo, trataba de pasar inadvertida y sentía náuseas por las vueltas que el armatoste aquel daba en su larguísimo trayecto desde la calle de Londres hasta las diferentes colonias residenciales. En una esquina, apoyado contra un árbol, un albañil vomitaba su borrachera en medio de bocanadas y desfiguros. Todas lo vimos con asco y sorpresa. Y de pronto, acorde con sus trenzas rubias y sus mejillas chapoteadas, la voz de Rosa tronó.— ¡ Hey, tú, cara de conejo!— Yo detestaba el apodo aunque me lo hubieran puesto porque rimaba con mi apellido y no con mi físico—. ¡ Mira a tu padre haciendo dislates por estas calles de Dios! Casi no escuché las carcajadas que secundaron tal broma, casi no vi a Rosa con sus ademanes soeces; una ola de furia me embargó y sin medir ya las consecuencias recorrí como un bólido la distancia que nos separaba. La pesqué muerta de la risa en su asiento y le propiné una tremenda mordida en el cachete. Nunca esperó mi reacción, acostumbrada a que sus trapacerías fueran festejadas por algunas paisanas suyas y siempre quedaran impunes. Después de unos cuantos segundos, el dolor empezó a doblegarla. Su arrogancia de vencedora se desmoronó en menos que canta un gallo; con ambas manos procuraba empujarme; pero yo apretaba con más fuerza. La ira me hacía llorar y apretar con más fuerza. Rosa también lloraba emulando a santa Inés en el tormento. Yo apretaba con más fuerza, le encajaba los dientes estimulada por mi rencor desenfrenado. Rosa pegaba de gritos. Yo apretaba con más fuerza. Estrellita no