Anuario CASI 2016 Anuario CASI 2016150p | Page 102

del ferrocarril del bajo de ese pueblo del norte de la ciudad de Buenos Aires. Por suerte los rumores de guerra con Chile que asustaban a mi madre se acallaron cuando la mediación del Rey de Inglaterra puso fin al con- flicto. “Espero que sea para siempre” dijo mi hermana Ellen en Inglés, para que mi madre la entendiera mejor. Ella era la que más sufría ante un idioma todavía incomprensible para la may- oría de la familia. Yo, por no ser muy rubio, podía pasar por criollo, pero a ella con su som- brero de paja de colores la reconocían como británica a una legua de distancia. En ese momento, el resonar de una campana llamó mi atención y no eran las de la Catedral que se podían oír a lo lejos, era la de la puerta de casa. Bajé rápidamente las escaleras y al abrir no pude contener mi sorpresa. Ante mí se encontraba el rector de mi escuela, que con el som- brero en la mano, miraba nerviosamente su reloj de bolsillo. “Me gustaría hablar con su padre” me susurró en un castellano bastante aceptable. Sospeché enseguida de qué se trataba. Estos últimos días había estado faltando a clase y pasando las tardes en largos partidos de cricket cerca de la calle paralela a las vías del tren del alto, donde teníamos campos deshabitados desde San Isidro hasta la estación siguiente, Martínez. “Hacía novillos” le explicó el rector a mi papá, tratando de hablar castellano sin darse cuenta que éste lo entendía poco. Términos que debe haber encontrado en un diccionario Inglés-Cas- tellano gordo y gastado que siempre guardaba sobre su escritorio. “Se acabaron las salidas fuera de los horarios de clase y esta noche ni pensar en salir” dijo mi padre con voz severa. No atiné a contestarle y respetuosamente me dirigí a mi cuarto. Comencé a recorrer la habitación de un lado al otro. Cada idea que se me ocurría era peor que la anterior. Finalmente desistí, la idea de la fundación parecía cada vez más lejos… El último tren del día acababa de llegar. Oí a algunos pasajeros preguntar sobre el lugar donde quedaba el correo, para que por medio de telegramas, poder avisar a sus familiares en Buenos Aires de su llegada satisfactoria al pueblo de San Isidro. La campana de la puerta sonaba nuevamente, me apresuré a abrirla. Tal vez mi amigo José Bincaz venía a avisarme que se suspendía la reunión por la lluvia. Miré el cielo a través de la ventana, azul radiante. “Buenas tardes joven, ¿Podría hablar con el encargado de la estación?” Preguntó un señor bastante mayor de edad, de alrededor de sesenta años. Mi padre se hizo presente, mientras con dificultades trataba de encender su pipa. “Por favor, me gustaría saber si su hijo no estaría dispuesto a ayudarme con el equipaje y además llevarme con el sulky de la estación hasta el hotel donde vamos a alojarnos”. Al oír estas palabras no pude contener mi impaciencia y salté por encima de un baúl que el señor había dejado en el suelo, de una manera apresurada, casi empujándolo. “¿A qué hotel desea ir señor?” pregunté gritando. “El Vignoles” me respondió con una sonri- sa, como preguntándose ¿Todos estos ingleses son tan intempestivos? Luego de subir al matri- monio de turistas más el equipaje al sulky emprendimos nuestro camino hacia el centro de San Isidro tomando la recientemente empedrada calle Aguirre. 102