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políticas de estos sucesos en tanto transgresión de normas y tabúes dietarios aceptados de nuestra cultura. Con todo lo que implica que usemos aquí la frase generalizada “nuestra cultura”, partimos de la premisa de que matar y comer un animal como un gato, que culturalmente aceptamos incluso como mascota en muchos hogares, es un hecho percibido como cuanto menos radical y —en los términos planteados por Harris en el capítulo que comentamos— “desconcertante”. Comer gatos no es, por cierto, una elección alimentaria que la cultura hegemónica en nuestra sociedad perciba como habitual, como “normal”, y como señalan las autoras de este trabajo, los efectos de estos sucesos (en particular del modo en el que fueron representados en los medios masivos, aclaremos) son disgregantes sobre el orden social en sus efectos potenciales (*3) . Esto es de hecho así hasta inclusive el límite de planteársenos la metáfora del canibalismo que involucraría el acto de matar un gato para consumirlo como alimento, por la cercanía que un animal como el gato suele tener con el humano en nuestra sociedad: históricamente los gatos han sido nuestras mascotas por larguísimo tiempo (desde los tiempos del Antiguo Egipto en donde sabemos eran deidades, o tal vez antes), pero también es indudable que no pocos humanos suelen adscribir características antropomórficas al felino doméstico (lo cual indudablemente genera un alto grado de afinidad emocional). Todo ello, inscribe al gato en muchísimas culturas como un actor extremadamente cercano al humano en sus relaciones domésticas, y hace así de su consumo como alimento un acto percibido como “desviado” (*4) . Junto con Fisher (*5) , las autoras dicen: Al consumir una substancia incorporamos energía, pero también un cuerpo de significados, de valores y creencias, que nos constituyen desde nuestro interior. En este sentido, la absorción de un alimento “impuro” compromete no sólo la salud de quien come, sino también […] su lugar en el universo, su identidad; lo transforma subrepticiamente desde su interior, lo contamina y lo posee, o mejor dicho, lo desposee de sí mismo. (*6) En el consumo de un alimento pensado en su valor dentro del imaginario social —ya sea “impuro” como quiebre de las normas dietarias imperantes en la cultura en cuestión, o “aceptado” como adscripción a las mismas— es interesante considerar las múltiples dimensiones simbólicas de lo que señalan Arribas, Cattaneo, y Ayerdi