Cuentos de Edgar Allan Poe
que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como
habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica
cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y,
riéndonos de nuestra insensatez, nos despedíamos hasta la siguiente sesión, cuando mis
ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados por la
estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos,
que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña
fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción
de la tunica albuginea era visible.
Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser
puesto en discusión.
No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es
probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso.
En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el espanto que se apoderó
de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un
procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse invisible. En cuanto a Mr. Silk
Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas
debajo de la mesa.
Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir
la experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho.
Practicamos una incisión en la zona exterior del ossesamoideum pollicis pedis, llegando
hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos la
corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un movimiento
extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla
casi en contacto con el abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza,
descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho
caballero como una flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una
ventana a la calle.
Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la
alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor
científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin
desfallecer.
Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la
nariz, que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo
contacto con los alambres de la pila.
Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En
primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace
Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto,
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