Cuentos de Edgar Allan Poe
un alud!
Bajaba… ¡Sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me
encogía convulsivamente a cada paso del péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia
arriba o abajo, con la ansiedad de la más inexpresable desesperación; mis párpados se
cerraban espasmódicamente a cada descenso, aunque la muerte hubiera sido para mí
un alivio, ¡ah, inefable! Pero cada uno de mis nervios se estremecía, sin embargo, al
pensar que el más pequeño deslizamiento del mecanismo precipitaría aquel reluciente,
afilado eje contra mi pecho. Era la esperanza la que hacía estremecer mis nervios y
contraer mi cuerpo. Era la esperanza, esa esperanza que triunfa aún en el potro del
suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la
Inquisición.
Vi que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi
ropa, y en el mismo momento en que hice esa observación invadió mi espíritu toda la
penetrante calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas -
quizá días- me puse a pensar. Acudió a mi mente la noción de que la banda o cíngulo
que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no estaban constituidas por cuerdas
separadas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre cualquier porción de la
banda bastaría para soltarla, y con ayuda de mi mano izquierda podría desatarme del
todo. Pero, ¡cuán terrible, en ese caso, la proximidad del acero! ¡Cuán letal el resultado
de la más leve lucha! Y luego, ¿era verosímil que los esbirros del torturador no
hubieran previsto y prevenido esa posibilidad? ¿Cabía pensar que la atadura cruzara
mi pecho en el justo lugar por donde pasaría el péndulo? Temeroso de descubrir que
mi débil y, al parecer, postrera esperanza se frustraba, levanté la cabeza lo bastante
para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo
en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría el péndulo.
Apenas había dejado caer hacia atrás la cabeza cuando relampagueó en mi mente algo
que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de liberación a que he
aludido previamente y de la cual sólo una parte flotaba inciertamente en mi mente
cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Mas ahora el pensamiento completo
estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido… pero entero.
Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, procedí a ejecutarlo.
Durante horas y horas, cantidad de ratas habían pululado en la vecindad inmediata
del armazón de madera sobre el cual me hallaba. Aquellas ratas eran salvajes, audaces,
famélicas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme
inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué alimento -pensé- las han acostumbrado
en el pozo?» A pesar de todos mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el
contenido del plato, salvo unas pocas sobras. Mi mano se había agitado como un
abanico sobre el plato; pero, a la larga, la regularidad del movimiento le hizo perder su
efecto. En su voracidad, las odiosas bestias me clavaban sus afiladas garras en los
dedos. Tomando los fragmentos de la aceitosa y especiada carne que quedaba en el
63