Cuentos de Edgar Allan Poe
movía. Un segundo después esta impresión se confirmó. La oscilación del péndulo era
breve y, naturalmente, lenta. Lo observé durante un rato con más perplejidad que
temor. Cansado, al fin, de contemplar su monótono movimiento, volví los ojos a los
restantes objetos de la celda.
Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el piso, vi cruzar varias enormes
ratas. Habían salido del pozo, que se hallaba al alcance de mi vista sobre la derecha.
Aún entonces, mientras las miraba, siguieron saliendo en cantidades, presurosas y con
ojos famélicos atraídas por el olor de la carne. Me dio mucho trabajo ahuyentarlas del
plato de comida.
Habría pasado una media hora, quizá una hora entera -pues sólo tenía una noción
imperfecta del tiempo-, antes de volver a fijar los ojos en lo alto. Lo que entonces vi me
confundió y me llenó de asombro. La carrera del péndulo había aumentado,
aproximadamente, en una yarda. Como consecuencia natural, su velocidad era mucho
más grande. Pero lo que me perturbó fue la idea de que el péndulo había descendido
perceptiblemente. Noté ahora -y es inútil agregar con cuánto horror- que su
extremidad inferior estaba constituida por una media luna de reluciente acero, cuyo
largo de punta a punta alcanzaba a un pie. Aunque afilado como una navaja, el
péndulo parecía macizo y pesado, y desde el filo se iba ensanchando hasta rematar en
una ancha y sólida masa. Hallábase fijo a un pesado vástago de bronce y todo el
mecanismo silbaba al balancearse en el aire.
Ya no me era posible dudar del destino que me había preparado el ingenio de los
monjes para la tortura. Los agentes de la Inquisición habían advertido mi
descubrimiento del pozo. El pozo, sí, cuyos horrores estaban destinados a un recusante
tan obstinado como yo; el pozo, símbolo típico del infierno, última Thule de los castigos
de la Inquisición, según los rumores que corrían. Por el más casual de los accidentes
había evitado caer en el pozo y bien sabía que la sorpresa, la brusca precipitación en
los tormentos, constituían una parte importante de las grotescas muertes que tenían
lugar en aquellos calabozos. No habiendo caído en el pozo, el demoniaco plan de mis
verdugos no contaba con precipitarme por la fuerza, y por eso, ya que no quedaba
otra alternativa, me esperaba ahora un final diferente y más apacible. ¡Más apacible!
Casi me sonreí en medio del espanto al pensar en semejante aplicación de la palabra.
¿De qué vale hablar de las largas, largas horas de un horror más que mortal, durante
las cuales conté las zumbantes oscilaciones del péndulo? Pulgada a pulgada, con un
descenso que sólo podía apreciarse después de intervalos que parecían siglos… más y
más íbase aproximando. Pasaron días -puede ser que hayan pasado muchos días- antes
de que oscilara tan cerca de mí que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor del
afilado acero penetraba en mis sentidos… Supliqué, fatigando al cielo con mis ruegos,
para que el péndulo descendiera más velozmente. Me volví loco, me exasperé e hice
todo lo posible por enderezarme y quedar en el camino de la horrible cimitarra. Y
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