Cuentos de Edgar Allan Poe
daría toda la vuelta y retornaría al lugar de partida sin advertirlo, hasta tal punto era
uniforme y lisa la pared. Busqué, pues, el cuchillo que llevaba conmigo cuando me
condujeron a las cámaras inquisitoriales; había desaparecido, y en lugar de mis ropas
tenía puesto un sayo de burda estameña. Había pensado hundir la hoja en alguna
juntura de la mampostería, a fin de identificar mi punto de partida. Pero, de todos
modos, la dificultad carecía de importancia, aunque en el desorden de mi mente me
pareció insuperable en el primer momento. Arranqué un pedazo del ruedo del sayo y
lo puse bien extendido y en ángulo recto con respecto al muro. Luego de tentar toda la
vuelta de mi celda, no dejaría de encontrar el jirón al completar el circuito. Tal es lo
que, por lo menos, pensé, pues no había contado con el tamaño del calabozo y con mi
debilidad. El suelo era húmedo y resbaladizo. Avancé, titubeando, un trecho, pero
luego trastrabillé y caí. Mi excesiva fatiga me indujo a permanecer postrado y el sueño
no tardó en dominarme.
Al despertar y extender un brazo hallé junto a mí un pan y un cántaro de agua. Estaba
demasiado exhausto para reflexionar acerca de esto, pero comí y bebí ávidamente.
Poco después reanudé mi vuelta al calabozo y con mucho trabajo llegué, por fin, al
pedazo de estameña. Hasta el momento de caer al suelo había contado cincuenta y
dos pasos, y al reanudar mi vuelta otros cuarenta y ocho, hasta llegar al trozo de
género. Había, pues, un total de cien pasos. Contando una yarda por cada dos pasos,
calculé que el calabozo tenía un circuito de cincuenta yardas. No obstante, había
encontrado numerosos ángulos de pared, de modo que no podía hacerme una idea
clara de la forma de la cripta, a la que llamo así pues no podía impedirme pensar que
lo era.
Poca finalidad y menos esperanza tenían estas investigaciones, pero una vaga
curiosidad me impelía a continuarlas. Apartándome de la pared, resolví cruzar el
calabozo por uno de sus diámetros. Avancé al principio con suma precaución, pues
aunque el piso parecía de un material sólido, era peligrosamente resbaladizo a causa
del limo. Cobré ánimo, sin embargo, y terminé caminando con firmeza, esforzándome
por seguir una línea todo lo recta posible. Había avanzado diez o doce pasos en esta
forma cuando el ruedo desgarrado del sayo se me enredó en las piernas.
Trastabillando, caí violentamente de bruces.
En la confusión que siguió a la caída no reparé en un sorprendente detalle que, pocos
segundos más tarde, y cuando aún yacía boca abajo, reclamó mi atención. Helo aquí:
tenía el mentón apoyado en el piso del calabozo, pero mis labios y la parte superior de
mi cara, que aparentemente debían encontrarse a un nivel inferior al de la m