Cuentos de Edgar Allan Poe
pero me horrorizaba la posibilidad de que no hubiese nada que ver. Por fin, lleno de
atroz angustia mi corazón, abrí de golpe los ojos, y mis peores suposiciones se
confirmaron. Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo
intenso de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme. La atmósfera era de una
intolerable pesadez. Me quedé inmóvil, esforzándome por razonar. Evoqué el proceso
de la Inquisición, buscando deducir mi verdadera situación a partir de ese punto. La
sentencia había sido pronunciada; tenía la impresión de que desde entonces había
transcurrido largo tiempo. Pero ni siquiera por un momento me consideré
verdaderamente muerto. Semejante suposición, no obstante lo que leemos en los
relatos ficticios, es por completo incompatible con la verdadera existencia. Pero,
¿dónde y en qué situación me encontraba? Sabía que, por lo regular, los condenados
morían en un auto de fe, y uno de éstos acababa de realizarse la misma noche de mi
proceso. ¿Me habrían devuelto a mi calabozo a la espera del próximo sacrificio, que
no se cumpliría hasta varios meses más tarde? Al punto vi que era imposible. En aquel
momento había una demanda inmediata de víctimas. Y, además, mi calabozo, como
todas las celdas de los condenados en Toledo, tenía piso de piedra y la luz no había
sido completamente suprimida.
Una horrible idea hizo que la sangre se agolpara a torrentes en mi corazón, y por un
breve instante recaí en la insensibilidad. Cuando me repuse, temblando
convulsivamente, me levanté y tendí desatinadamente los brazos en todas direcciones.
No sentí nada, pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo
impidieran las paredes de una tumba. Brotaba el sudor por todos mis poros y tenía la
frente empapada de gotas heladas. Pero la agonía de la incertidumbre terminó por
volverse intolerable, y cautelosamente me volví adelante, con los brazos tendidos,
desorbitados los ojos en el deseo de captar el más débil rayo de luz. Anduve así unos
cuantos pasos, pero todo seguía siendo tiniebla y vacío. Respiré con mayor libertad;
por lo menos parecía evidente que mi destino no era el más espantoso de todos.
Pero entonces, mientras seguía avanzando cautelosamente, resonaron en mi recuerdo
los mil vagos rumores de las cosas horribles que ocurrían en Toledo. Cosas extrañas se
contaban sobre los calabozos; cosas que yo había tomado por invenciones, pero que
no por eso eran menos extrañas y demasiado horrorosas para ser repetidas, salvo en
voz baja. ¿Me dejarían morir de hambre en este subterráneo mundo de tiniebla, o
quizá me aguardaba un destino todavía peor? Demasiado conocía yo el carácter de
mis jueces para dudar de que el resultado sería la muerte, y una muerte mucho más
amarga que la habitual. Todo lo que me preocupaba y me enloquecía era el modo y la
hora de esa muerte.
Mis manos extendidas tocaron, por fin, un obstáculo sólido. Era un muro,
probablemente de piedra, sumamente liso, viscoso y frío. Me puse a seguirlo,
avanzando con toda la desconfianza que antiguos relatos me habían inspirado. Pero
esto no me daba oportunidad de asegurarme de las dimensiones del calabozo, ya que
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