Cuentos de Edgar Allan Poe
sentimiento de la existencia mental o espiritual; segundo, el de la existencia física. Es
probable que si al llegar al segundo momento pudiéramos recordar las impresiones del
primero, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y
ese abismo, ¿qué es? ¿Cómo, por lo menos, distinguir sus sombras de la tumba? Pero si
las impresiones de lo que he llamado el primer momento no pueden ser recordadas
por un acto de la voluntad, ¿no se presentan inesperadamente después de un largo
intervalo, mientras nos maravillamos preguntándonos de dónde proceden? Aquel que
nunca se ha desmayado, no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente
familiares en las brasas del carbón; no contemplará, flotando en el aire, las
melancólicas visiones que la mayoría no es capaz de ver; no meditará mientras respira
el perfume de una nueva flor; no sentirá exaltarse su mente ante el sentido de una
cadencia musical que jamás había llamado antes su atención.
Entre frecuentes y reflexivos esfuerzos para recordar, entre acendradas luchas para
apresar algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el cual se había
hundido mi alma, ha habido momentos en que he vislumbrado el triunfo; breves,
brevísimos períodos en que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez
posterior, sólo podían referirse a aquel momento de aparente inconsciencia. Esas
sombras de recuerdo me muestran, borrosamente, altas siluetas que me alzaron y me
llevaron en silencio, descendiendo… descendiendo… siempre descendiendo… hasta
que un horrible mareo me oprimió a la sola idea de lo interminable de ese descenso.
También evocan el vago horror que sentía mi corazón, precisamente a causa de la
monstruosa calma que me invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad
que invade todas las cosas, como si aquellos que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran
superado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran de la fatiga de su
tarea. Después de esto viene a la mente como un desabrimiento y humedad, y luego,
todo es locura -la locura de un recuerdo que se afana entre cosas prohibidas.
Súbitamente, el movimiento y el sonido ganaron otra vez mi espíritu: el tumultuoso
movimiento de mi corazón y, en mis oídos, el sonido de su latir. Sucedió una pausa, en
la que todo era confuso. Otra vez sonido, movimiento y tacto -una sensación de
hormigueo en todo mi cuerpo-. Y luego la mera conciencia de existir, sin pensamiento;
algo que duró largo tiempo. De pronto, bruscamente, el pensamiento, un espanto
estremecedor y el esfuerzo más intenso por comprender mi verdadera situación. A esto
sucedió un profundo deseo de recaer en la insensibilidad. Otra vez un violento revivir
del espíritu y un esfuerzo por moverme, hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo
vívido del proceso, los jueces, las colgaduras negras, la sentencia, la náusea, el
desmayo. Y total olvido de lo que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y un
obstinado esfuerzo, me han permitido vagamente recordar.
Hasta ese momento no había abierto los ojos. Sentí que yacía de espaldas y que no
estaba atado. Alargué la mano, que cayó pesadamente sobre algo húmedo y duro. La
dejé allí algún tiempo, mientras trataba de imaginarme dónde me hallaba y qué era de
mí. Ansiaba abrir los ojos, pero no me atrevía, porque me espantaba esa primera
mirada a los objetos que me rodeaban. No es que temiera contemplar cosas horribles,
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