Cuentos de Edgar Allan Poe
hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me
sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero
confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería
imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún
en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el
espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas
quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la
atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía
la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector
recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma
indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó
durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un
contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al
nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese
sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra…,
¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la
agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una
bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de
producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de
Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día,
aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de
los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su
terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado
eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de
bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más
tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor
creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera
humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y
paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me
abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa
donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la
empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó
hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que
hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado
instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo
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