Cuentos de Edgar Allan Poe
insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia
naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a
consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a
sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo
ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento
me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque
estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía
que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma
hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del
Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:
“¡Incendio!” Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba
ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un
sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese
momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el
desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero
dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las
ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un
tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se
apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción
del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase
reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con
gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron
mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un
bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez
verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí
dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la
alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien
debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin
duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las
paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado,
cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la
imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el
extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante
muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó
mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué
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