Cuentos de Edgar Allan Poe
-¡Dos! -continuó la gran campana.
-¡Tos! -repitieron todos los relojes.
-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -dijo la campana.
-¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nuefe! ¡Tiez! -respondieron los otros.
-¡Once! -dijo la grande.
-¡Once! -asintieron las pequeñas.
-¡Doce! -dijo la campana.
-¡Toce! -replicaron todos, perfectamente satisfechos, y dejando caer la voz.
-¡Y las toce son! -dijeron todos los viejos y pequeños señores, guardando sus relojes.
Pero el gran reloj todavía no había terminado con ellos.
-¡Trece! -dijo.
–¡Der Teufel! -boquearon los viejos y pequeños hombrecitos empalideciendo, dejando
caer la pipa y bajando todos la pierna derecha de la rodilla izquierda.
–¡Der Teufel! -gimieron-. ¡Drece! ¡Drece! ¡Mein Gott, son las drece!
¿Para qué intentar la descripción de la terrible escena que siguió? Todo
Vondervotteimittiss se sumió de inmediato en un lamentable estado de confusión.
-¿Qué le pasa a mi fiendre? -gimieron todos los muchachos-. ¡Ya tebo esdar
hambriento a esda hora!
-¿Qué le pasa a mi rebollo? -chilla
ron todas las mujeres-. ¡Ya tebe esdar deshecho a esta hora!
-¿Qué le pasa a mi biba? -juraron los viejos y pequeños señores-. ¡Druenos y cendellas!
-y la llenaron de nuevo con rabia y, reclinándose en los sillones, aspiraron con tanta
rapidez y tanta furia que el valle entero se llenó inmediatamente de un humo
impenetrable.
Entretanto los repollos se pusieron muy rojos y parecía como si el viejo Belcebú en
persona se hubiese apoderado de todo lo que tuviera forma de reloj. Los relojes
tallados en los muebles empezaron a bailar como embrujados, mientras los de las
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