Cuentos de Edgar Allan Poe
granchapeau-de-bras y bajo el otro un violín casi cinco veces más grande que él. En la
mano izquierda tenía una tabaquera de oro de la cual, mientras bajaba la colina
haciendo cabriolas y toda clase de piruetas fantásticas, aspiraba incesantemente tabaco
con el aire más satisfecho del mundo. ¡Santo Dios! ¡Qué espectáculo para los honestos
burgueses de Vondervotteimittiss!
Hablando francamente el individuo tenía, a pesar de su sonrisa, un aire audaz y
siniestro, y mientras corcoveaba derecho hacia la villa, el viejo aspecto de sus
escarpines mochos despertó no pocas sospechas, y más de un burgués que lo miraba
aquel día hubiera dado algo por atisbar debajo del pañuelo de algodón blanco que
colgaba tan importunamente del bolsillo de su levita puntiaguda. Pero lo que
provocaba justa indignación era que el picaro galancete, mientras daba aquí un paso
de fandango, allí una vuelta, no parecía tener la más remota idea de eso que se llama
guardar el compás.
Las buenas gentes del pueblo apenas habían tenido tiempo de abrir por completo los
ojos cuando, faltando medio minuto para mediodía, el bribón se plantó de un salto en
medio de ellos, hizo un chassez aquí, unbalancez allá y luego, después de una pirouette y de
un pas-de-zephyr, subió como en un vuelo hasta el campanario del edificio de la
Municipalidad, donde el campanero, estupefacto, fumaba con expresión de dignidad y
espanto. Pero el pequeño personaje lo tomó de inmediato por la nariz, lo sacudió y lo
empujó, le encajó el gran chapeau-de-bras en la cabeza, se lo hundió hasta la boca y
entonces, enarbolando el violín, lo golpeó tanto y con tanta fuerza que entre el
campanero tan gordo y el violín tan hueco se hubiera jurado que había un regimiento
de tambores redoblando la retreta del diablo en lo alto del campanario de la torre de
Vondervotteimittiss.
No se sabe qué acto desesperado de venganza hubiera provocado en los habitantes
este ataque sin conciencia, de no ser por el importante hecho de que entonces faltaba
sólo medio segundo para mediodía. La campana estaba a punto de sonar y era una
cuestión de absoluta y suprema necesidad que todos pudieran mirar bien sus relojes.
Parecía evidente, sin embargo, que justo en ese momento el individuo de la torre
estaba haciendo con el reloj algo que no le correspondía. Pero como empezaba a
sonar, nadie tuvo tiempo de atender a sus maniobras, pues estaban todos entregados a
contar las campanadas.
-¡Una! -dijo el reloj.
-¡Uuna! -repitió como un eco cada viejo y pequeño señor en cada sillón con asiento de
cuero, en Vondervotteimittiss-. ¡Uuna! -dijo también su reloj-. ¡Una! -dijo también el
reloj de su mujer-. ¡Uuna! -los relojes de los muchachos y los pequeños y dorados
relojitos de juguete en las colas del gato y el cerdo.
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