Cuentos de Edgar Allan Poe
cierto punto, alcanzó de inmediato la notoriedad. Digo «hasta cierto punto», pues en
realidad la verdadera belleza del riachuelo se encuentra lejos de la ruta de los
cazadores de pintoresquismo de Filadelfia, quienes rara vez avanzan más allá de una
milla o dos de la boca del riacho, por la excelentísima razón de que allí se detiene la
carretera. Yo aconsejaría al aventurero deseoso de contemplar sus más hermosos
parajes que tomara el Ridge Road, el cual corre desde la ciudad hacia el oeste, y,
después de alcanzar el segundo sendero más allá del sexto mojón, siguiera este sendero
hasta el final. Así sorprenderá al Wissahiccon en uno de sus mejores parajes, y en un
esquife, o recorriendo sus orillas, puede remontar la corriente y bajar con ella, como se
le ocurra: en cualquier dirección encontrará su recompensa.
Ya he dicho, o debería haber dicho, que el arroyo es estrecho. Sus orillas son casi
siempre escarpadas y consisten en altas colinas cubiertas de nobles arbustos cerca del
agua y coronadas, a gran altura, por algunos de los más espléndidos árboles forestales
de América, entre los cuales sobresale el Liriodendron Tulipifera. Las orillas inmediatas,
sin embargo, son de granito, de aristas agudas o cubiertas de musgo, que el agua
diáfana lame en su suave flujo, como las azules olas del Mediterráneo los peldaños de
sus palacios de mármol. A veces, frente a los acantilados, se extiende una pequeña y
limitada meseta cubierta de ricos pastos, la cual brinda la posición más pintoresca para
un cottage y un jardín que la más opulenta imaginación pueda concebir. Los meandros
de la corriente son numerosos y bruscos, como ocurre habitualmente cuando las orillas
son escarpadas, y así la impresión que reciben los ojos del viajero al avanzar, es la de
una interminable sucesión de laguitos, o, mejor dicho, de estanques, infinitamente
variados. El Wissahiccon, sin embargo, debe ser visitado, no como el «bello Melrose»,
al claro de luna o aun con tiempo nublado, sino en el más brillante fulgor del
mediodía, pues la estrechez de la garganta por la cual corre, la altura de las colinas
laterales, la espesura del follaje, conspiran para producir un efecto sombrío, si no
absolutamente lóbrego, que, a menos de ser aliviado por una luz general, brillante,
desmerece la pura belleza del paisaje.
No hace mucho visité el arroyo por el camino descrito y pasé la mayor parte de un día
bochornoso navegando en un esquife por sus aguas. El calor fue venciéndome
gradualmente y, cediendo a la influencia del paisaje y del tiempo y al suave
movimiento de la corriente, me sumí en un semisueño, durante el cual mi imaginación
se solazó en visiones de los antiguos tiempos del Wissahiccon, de los «buenos tiempos»
en que no existía el Demonio de la Locomotora, cuando nadie soñaba con picnics,
cuando no se compraban ni se vendían «derechos de navegación», cuando el piel roja
hollaba solo, junto con el alce, los cerros que ahora se destacan allá arriba. Y mientras
estas fantasías iban adueñándose gradualmente de mi espíritu, el perezoso arroyo me
había llevado, pulgada tras pulgada, en torno a un promontorio y a plena vista de otro
que limitaba la perspectiva a una distancia de cuarenta o cincuenta yardas. Era un
cantil empinado, rocoso, que se hundía profundamente en el agua y presentaba las
características de una pintura de Salvator Rosa mucho más señaladas que en cualquier
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