Cuentos de Edgar Allan Poe
el valle de Luisiana, el paisaje más voluptuoso de la tierra.
Pero, aun en esta deliciosa región, las partes más encantadoras sólo se alcanzan por
sendas escondidas. A decir verdad, por lo general el viajero que quiere contemplar los
más hermosos paisajes de Norteamérica no debe buscarlos en ferrocarril, en barco, en
diligencia, en su coche particular, y ni siquiera a caballo, sino a pie. Debe caminar, debe
saltar barrancos, debe correr el riesgo de desnucarse entre precipicios, o dejar de ver
las maravillas más verdaderas, más ricas y más indecibles de la tierra.
En la mayor parte de Europa esta necesidad no existe. En Inglaterra es absolutamente
desconocida. El más elegante de los turistas puede visitar todos los rincones dignos de
ser vistos sin detrimento de sus calcetines de seda, tan bien conocidos son todos los
lugares interesantes y tan bien organizados están los medios de acceso. Nunca se ha
dado a esta consideración la debida importancia cuando se compara el escenario
natural del viejo mundo con el del nuevo. Toda la belleza del primero es parangonada
tan sólo con los más famosos pero en modo alguno más eminentes lugares del último.
El paisaje fluvial tiene indiscutiblemente en sí mismo todos los elementos principales
de la belleza y, desde tiempos inmemoriales, ha sido el tema favorito del poeta. Pero
mucha de su fama es atribuible al predominio de los viajes por vía fluvial sobre los
realizados por terreno montañoso. De la misma manera los grandes ríos, por ser
habitualmente grandes caminos, han acaparado en todos los países una indebida
admiración. Han sido más observados y, en consecuencia, han constituido tema de
discurso más a menudo que otras corrientes menos importantes pero con frecuencia de
mayor interés.
Un singular ejemplo de mis observaciones sobre este tópico puede hallarse en el
Wissahiccon, un arroyo (pues apenas merece nombre más importante) que se vuelca
en el Schuykill, a unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon es
de una belleza tan notable, que si corriera en Inglaterra sería el tema de todos los
bardos y el tópico común de todas las lenguas, siempre que sus orillas no hubieran sido
loteadas a precios exorbitantes como solares para las villas de los opulentos. Sin
embargo, hace muy pocos años que se oye hablar del Wissahiccon, mientras el río más
ancho y más navegable, en el c ual se vuelca, ha sido celebrado desde largo tiempo
atrás como uno de los más hermosos ejemplos de paisaje fluvial americano. El
Schuykill, cuyas bellezas han sido muy exageradas -y cuyas orillas, por lo menos en las
cercanías de Filadelfia, son pantanosas como las del Delaware-, en modo alguno es
comparable, en cuanto objeto de interés pintoresco, con el más humilde y menos
famoso riachuelo del cual hablamos.
Hasta que Fanny Kemble, en su extraño libro sobre los Estados Unidos, señaló a los
nativos de Filadelfia el raro encanto de esa corriente que llega a sus propias puertas,
este encanto no era más que sospechado por algunos caminantes aventureros de la
vecindad. Pero una vez que el Diario abrió los ojos de todos, el Wissahiccon, hasta
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