Cuentos de Edgar Allan Poe
otra parte del recorrido. Lo que vi sobre ese acantilado, aunque seguramente era un
objeto de naturaleza muy extraordinaria, considerados la estación y el lugar, al
principio ni me sorprendió ni me asombró, por su absoluta y apropiada coincidencia
con las soñolientas fantasías que me envolvían. Vi, o soñé que veía, de pie en el borde
mismo del precipicio, con el cuello tendido, las orejas tiesas y toda la actitud
reveladora de una curiosidad profunda y melancólica, uno de los más viejos y más
osados alces, idénticos a los que yo uniera con los pieles rojas de mi visión.
Digo que durante unos minutos esta aparición ni me sorprendió ni me asombró.
Durante ese intervalo mi alma entera quedó absorta en una intensa simpatía. Imaginé
al alce quejoso tanto como maravillado de la manifiesta decadencia operada en el
arroyo y en su vecindad, aun en los últimos años, por la cruel mano del utilitarismo.
Pero un ligero movimiento de la cabeza del animal destruyó de inmediato el conjuro
del ensueño que me envolvía, y despertó en mí la sensación cabal de la novedad de la
aventura. Me incorporé sobre una rodilla dentro del esquife y, mientras dudaba entre
detener mi marcha o dejarme llevar más cerca del objeto que me había maravillado, oí
las palabras «¡chist!, ¡chist!», pronunciadas rápidamente pero con prudencia desde los
matorrales de lo alto. Instantes después un negro emergía de la maleza, separando las
ramas con cuidado y caminando cautelosamente. Llevaba en una mano un puñado de
sal y, tendiéndola hacia el alce, se acercó lento pero seguro. El noble animal, aunque
un poco inquieto, no hizo el menor intento de escapar. El negro avanzó, of