Cuentos de Edgar Allan Poe
impaciente por cumplir con nuestro deber, pero con este verdadero aumento de
ansiedad llega también un indecible anhelo de postergación realmente espantosa por
lo insondable. Este anhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La última hora
para la acción está al alcance de nuestra mano. Nos estremece la violencia del conflicto
interior, de lo definido con lo indefinido, de la sustancia con la sombra. Pero si la
contienda ha llegado tan lejos, la sombra es la que vence, luchamos en vano. Suena la
hora y doblan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempo es el canto del gallo
para el fantasma que nos había atemorizado. Vuela, desaparece, somos libres. La
antigua energía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiado tarde!
Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo.
Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos
quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en
una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube
cobra forma, como el vapor de la botella de donde surgió el genio en Las mil y una
noches. Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una
forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo,
es sólo un pensamiento, aunque temible, de esos que hielan hasta la médula de los
huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían
nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta
fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más
abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el
sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple
razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente
del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza
pasión de una impaciencia tan demoniaca como la del que, estremecido al borde de
un precipicio, piensa arrojarse en él. Aceptar por un instante cualquier atisbo de
pensamiento significa la perdición inevitable, pues la reflexión no hace sino
apremiarnos para que no lo hagamos, y justamente por eso, digo, no podemos hacerlo.
Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito esfuerzo de
echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos.
Examinemos estas acciones y otras similares: encontraremos que resultan sólo del
espíritu de perversidad. Las perpetramos simplemente porque sentimos que no
deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible, y
podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del
demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.
He hablado tanto que en cierta medida puedo responder a vuestra pregunta, puedo
explicaros por qué estoy aquí, puedo mostraros algo que tendrá por lo menos una
débil apariencia de justificación de estos grillos y esta celda de condenado que ocupo.
Si no hubiera sido tan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como la chusma, me
hubierais considerado loco. Ahora advertiréis fácilmente que soy una de las
innumerables víctimas del demonio de la perversidad.
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