Cuentos de Edgar Allan Poe
realidad, un móvil sin motivo, un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamos
sin objeto comprensible, o, si esto se considera una contradicción en los términos,
podemos llegar a modificar la proposición y decir que bajo sus incitaciones actuamos
por la razón de que no deberíamos actuar. En teoría ninguna razón puede ser más
irrazonable; pero, de hecho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus, en
ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresistible. Tan seguro como que respiro
sé que en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside
con frecuencia la fuerza irresistible, la única que nos impele a su prosecución. Esta
invencible tendencia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisis o resolución
en ulteriores elementos. Es un impulso radical, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que
cuando persistimos en nuestros actos porque sabemos que no deberíamos hacerlo,
nuestra conducta no es sino una modificación de la que comúnmente provoca la
combatividad de la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia de esta idea. La
combatividad, a la cual se refiere la frenología, tiene por esencia la necesidad de
autodefensa. Es nuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio concierne a
nuestro bienestar, y así el deseo de estar bien es excitado al mismo tiempo que su
desarrollo. Se sigue que el deseo de estar bien debe ser excitado al mismo tiempo por
algún principio que será una simple modificación de la combatividad, pero en el caso
de esto que llamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no se manifiesta, sino
que existe un sentimiento fuertemente antagónico.
Si se apela al propio corazón, se hallará, después de todo, la mejor réplica a la
sofistería que acaba de señalarse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la
someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es
absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre
viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente
deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el
desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve,
preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca;
sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se
dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos
incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta
el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con
gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es
consentida.
Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cumplida velozmente. Sabemos que la
demora será ruinosa. La crisis más importante de nuestra vida exige, a grandes voces,
energía y acción inmediatas. Ardemos, nos consumimos de ansiedad por comenzar la
tarea, y en la anticipación de su magnífico resultado nuestra alma se enardece. Debe,
tiene que ser emprendida hoy y, sin embargo, la dejamos para mañana; y ¿por qué?
No hay respuesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usando la palabra sin
comprensión del principio. El día siguiente llega, y con él una ansiedad más
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