Cuentos de Edgar Allan Poe
Es imposible que acción alguna haya sido preparada con más perfecta deliberación.
Semanas, meses enteros medité en los medios del asesinato. Rechacé mil planes
porque su realización implicaba una chance de ser descubierto. Por fin, leyendo
algunas memorias francesas, encontré el relato de una enfermedad casi fatal
sobrevenida a madame Pilau por obra de una vela accidentalmente envenenada. La
idea impresionó de inmediato mi imaginación. Sabía que mi víctima tenía la
costumbre de leer en la cama. Sabía también que su habitación era pequeña y mal
ventilada. Pero no necesito fatigaros con detalles impertinentes. No necesito describir
los fáciles artificios mediante los cuales sustituí, en el candelero de su dormitorio, la
vela que allí encontré por otra de mi fabricación. A la mañana siguiente lo hallaron
muerto en su lecho, y el veredicto del coroner fue: «Muerto por la voluntad de Dios.»
Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante varios años. Ni una sola vez cruzó por
mi cerebro la idea de ser descubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de la bujía
fatal. No dejé huella de una pista por la cual fuera posible acusarme o siquiera
hacerme sospechoso del crimen. Es inconcebible el magnífico sentimiento de
satisfacción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en mi absoluta seguridad.
Durante un período muy largo me acostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me
proporcionaba un placer más real que las ventajas simplemente materiales derivadas
de mi crimen. Pero le sucedió, por fin, una época en que el sentimiento agradable
llegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse en una idea obsesiva, torturante.
Torturante por lo obsesiva. Apenas podía librarme de ella por momentos. Es harto
común que nos fastidie el oído, o más bien la memoria, el machacón estribillo de una
canción vulgar o algunos compases triviales de una ópera. El martirio no sería menor
si la canción en sí misma fuera buena o el aria de ópera meritoria. Así es como, al fin,
me descubría permanentemente pensando en mi seguridad y repitiendo en voz baja la
frase: «Estoy a salvo».
Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sorprendí en el momento de
murmurar, casi en voz alta, las palabras acostumbradas. En un acceso de petulancia
les di esta nueva forma: «Estoy a salvo, estoy a salvo si no soy lo bastante tonto para
confesar abiertamente.»
No bien pronuncié estas palabras, sentí que un frío de hielo penetraba hasta mi
corazón. Tenía ya alguna experiencia de estos accesos de perversidad (cuya naturaleza
he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba que en ningún caso había resistido con
éxito sus embates. Y ahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastante tonto
para confesar el asesinato del cual era culpable se enfrentaba conmigo como la
verdadera sombra de mi asesinado y me llamaba a la muerte.
Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesadilla de mi alma. Caminé
vigorosamente, más rápido, cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía un
deseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cada ola sucesiva de mi
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