Cuentos de Edgar Allan Poe
una ojeada a la divinidad del templo. No necesita mirar hacia el cielo: el Sol no está
allí, por lo menos el Sol que adoran los sirios. La deidad reposa en el interior de aquel
edificio. Se lo adora bajo la forma de una ancha columna de piedra rematada por un
cono o pirámide -que denota el Fuego.
-¡Escuche! ¡Mire! ¿Quiénes son esos ridículos seres semidesnudos, pintarrajeado el
rostro, que gritan y gesticulan dirigiéndose a la chusma?
-Unos pocos son saltimbanquis. Otros pertenecen a la clase de los filósofos. Pero la
mayoría -justamente aquellos que están apaleando a la muchedumbre- son los
principales cortesanos de palacio, que ejecutan, como es su deber, alguna loable
extravagancia ordenada por el rey.
-Pero, ¿qué es eso? ¡Cielos, la ciudad está infestada de bestias salvajes! ¡Qué
espectáculo terrible… qué peligrosa singularidad!
-Terrible, si usted quiere; pero nada peligrosa. Si mira atentamente, verá que cada uno
de esos animales sigue tranquilamente a su amo. Algunos van con una cuerda al
cuello, pero se trata de las especies más pequeñas o tímidas. El león, el tigre y el
leopardo se mueven con entera libertad. Han sido adiestrados para sus actuales
funciones, y sirven a sus respectivos dueñosde valets de chambre. A veces, claro está, la
naturaleza reivindica sus violadas leyes; pero que un guerrero sea devorado, o que un
toro sagrado aparezca muerto, son cosas demasiado insignificantes para causar
sensación en Epidafne.
-¡Qué tumulto tan extraordinario se escucha! ¡Un ruido terrible, aun para Antioquía!
Sin duda ocurre cosa fuera de lo común.
-Así es. El rey ha dispuesto algún nuevo espectáculo: una exhibición de gladiadores en
el hipódromo, quizá la matanza de los prisioneros escitas, el incendio de su nuevo
palacio, la demolición de algún hermoso templo… o quizá una hoguera alimentada
por algunos judíos. El rumor aumenta. Gritos y carcajadas ascienden a los cielos. El
aire se conmueve con la estridencia de los instrumentos de viento y el horrible
clamoreo de un millón de gargantas. ¡Bajemos, en nombre de la diversión, y veamos
qué pasa! ¡Por ahí… cuidado! Ya estamos en la calle principal, llamada calle de
Timarco. Un mar de gente se acerca y difícil nos será remontar la corriente. La
multitud se derrama por la calle de Heráclides, que nace directamente en palacio… Es
de suponer entonces que el rey se encuentra entre los alborotadores. ¡Sí, oigo los gritos
de los heraldos, anunciando su llegada con la pomposa fraseología del Oriente!
Podremos echar una ojeada a su persona cuando pase frente al templo de Ashimah.
Refugiémonos en el vestíbulo del santuario; no tardará en llegar. Entretanto,
examinemos esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh, el dios Ashimah en persona! Advertirá usted
que no se trata ni de un cordero, ni de un chivo, ni de un sátiro; tampoco se parece
21