Cuentos de Edgar Allan Poe
simultáneamente en cinco partes distintas y casi iguales del globo.
Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo
a la sien con aire significativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echar una
ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:
-La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de
pasarla en distintas etapas según nos ha explicado usted, debe haber contribuido
profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, que
la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los
compara con los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace de la mayor
dureza del cráneo egipcio.
-Debo confesar nuevamente -repuso el conde con mucha gentileza- que me cuesta un
tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?
Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías
frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.
Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que
demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido
en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así
como que los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados
con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos
otros seres similares.
Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto
desdeñosamente y me contesto que sí.
Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos
astronómicos hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la
boca, me susurró al oído que para esa clase de informaciones haría mejor en consultar
a Ptolomeo (sin explicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunœ.
Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera
general sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas,
cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en
nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se
limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos microscopios
que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.
Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se
puso en descubierto de la manera más extraordinaria.
15