Agustin Laje y Nicolas Marquez - El Libro Negro de La Nueva Izquierda Agustin Laje y Nicolas Marquez - El Libro Negro de | Page 58
retrotrae a las primeras formas remotas de comunidad del ser humano: los grupos
nómades que precedieron a la agricultura, posiblemente ubicados cronológicamente en
la Edad de Bronce. La raíz de la opresión femenina, según su tesis, se encontraría en el
hecho de que las mujeres primitivas no podían participar de actividades presuntamente
valoradas por el grupo: fundamentalmente, la caza y la guerra. Es el peligro connatural
a estas actividades el que le concede a las mismas toda su importancia social. Bajo una
visión que anula el dato natural, la exclusión femenina debería ser buscada, a través de
un movimiento circular, nuevamente en la cultura, y así hasta el infinito. Pero lo cierto
es que la naturaleza explica muy claramente el hecho de que las mujeres hayan sido
protegidas por el grupo de los peligros de la guerra y la caza: las condiciones naturales
de la reproducción y la maternidad por un lado, y las características físicas de su
cuerpo por el otro, estructuraron la división de tareas elemental de nuestros
antepasados más lejanos. Y ello parece haber sido necesario para la conservación y
reproducción de la especie.
Llamativamente, De Beauvoir reconoce este hecho que, por sí solo, bastaría
para derrumbar su tesis fundamental de que en la mujer no hay nada más que cultura.
“El embarazo, el parto, la menstruación disminuían su capacidad de trabajo y las
condenaba a largos períodos de impotencia; para defenderse contra los enemigos, para
asegurarse el sustento y el de su progenie, necesitaba la protección de los guerreros y
los productos de la caza y de la pesca, a las que se dedicaban los hombres”[126], anota
la escritora. Y es que si aquélla acepta que la fuerza física y la reproducción explican
la primitiva exclusión de la mujer respecto de tareas que serían relevantes, la lógica
más elemental nos anuncia que la naturaleza ha tenido parte en la formación cultural y
no puede ser, por tanto, descuidada en un análisis sobre la mujer y su condición. Si fue
el cuerpo femenino el que, con arreglo a sus condiciones y funciones biológicas, hizo
de la mujer una mujer, entonces no parece tan convincente —e incluso, parece
contradictoria— la célebre frase “no se nace mujer; llega una a serlo”.
Las contradicciones de la mujer de Sartre son en muchos pasajes llamativas. El
prestigio del hombre se deriva, nos dice aquélla, de que las actividades que les son
propias encuentran su trascendencia en el hecho del peligro: “Para aumentar el
prestigio de la horda, del clan a que pertenece, el guerrero pone en juego su propia
existencia. (…) La peor maldición que pesa sobre la mujer es hallarse excluida de esas
expediciones guerreras: no es dando la vida, sino arriesgando la propia, como el
hombre se eleva sobre el animal”.[127] Olvida aquí la autora los peligros intrínsecos
de la maternidad, acentuados sobremanera en tiempos pasados, en los cuales el parto
era causal de muerte con elevadísima frecuencia. En efecto, si es el riesgo ofrecido al
grupo el que da sentido al prestigio del hombre, ¿no hay altos riesgos también en la
actividad más específicamente femenina de todas: el parto? El problema, acaso, es que