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causal también de la explotación de los sexos. “El derrocamiento del derecho materno
fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó
también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora,
en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción”[76],
escribía Engels.
Es llamativo el parangón lingüístico que se hace con el conflicto de clases.[77]
Parece, en efecto, que se estuviera hablando exactamente de lo mismo, y de hecho
tendrían, según la teoría marxista, el mismo origen en la existencia de la propiedad
privada. ¿Y si coinciden en el origen, no deberían coincidir por añadidura en las
formas de provocar su final? Si algo faltara para terminar de sellar el mentado
parangón, Engels imprime una oración determinante: “El hombre es en la familia el
burgués; la mujer representa en ella al proletariado”.[78] La operación hegemónica no
puede ser más clara: lucha de sexos y lucha de clases tienen origen en lo mismo y deben
en consecuencia unirse para acabar con el sistema que reproduce la dominación de las
partes subalternas claramente identificadas: mujeres y obreros.
Es importante hacer notar también el mito que se esconde detrás de estas ideas,
que no es otro que el del “buen salvaje”, mito trillado que permitió a Tomás Moro
componer su Utopía, a Montaigne idealizar al indio americano en Los en sayos, a
Rousseau fantasear con su “hombre en estado de naturaleza” (por supuesto, cada uno
con sus grandes diferencias), y a la izquierda de nuestros tiempos delirar con el culto al
indigenismo. El mito funciona de manera más que sencilla: se construye una
antropología de ficción donde las condiciones de existencia son un reflejo de nuestros
deseos de un mundo perfecto, se busca a continuación un chivo expiatorio que provocó
la “caída”, y se plantean los conductos a través de los cuales es factible volver hacia
atrás pero yendo presuntamente para adelante (de ahí que, paradójicamente, se digan
“progresistas”). Esos conductos no suelen ser otros que las revoluciones sangrientas
—como se hace explícito en el planteo de Montainge, o del propio Engels— cuyo
sufrimiento es subsanado por la construcción —o mejor dicho, la devolución— del
paraíso a la Tierra. De manera que nos encontramos frente a un mito mesiánico, frente a
una secularización del movimiento milenarista bajo el que se colocaron algunos
cristianos de los primeros tiempos, cuya convicción indicaba que Cristo traería su reino
a la Tierra durante mil años. Así, mediante una transformación repentina, la Tierra se
hace paraíso; se regresa al estado previo a la caída, en el caso de los milenaristas, por
obra y gracia de Dios; en el caso de los izquierdistas, por obra y gracia de la abolición
de la propiedad privada. Es dable notar, pues, el carácter de religión política que
entraña el marxismo.
¿Cuáles son entonces las consecuencias estratégicas y prácticas que se derivan