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ser que éste pida ayuda, en cuyo caso se acudiría pero con el fin de auxiliarlo y no de
aplaudirle o incentivarle sus excesos: “Si una persona come más de lo que necesita y se
ejercita menos de lo que su organismo requiere, sufre consecuencias. ¿Sería incorrecto
decir que tal persona, o el fumador o el bebedor excesivos, obran contra su propia
‘naturaleza’? El SIDA no sería, en esta interpretación, sino un castigo más severo (para
los homosexuales) que el exceso de colesterol a las conductas irrazonables. Los seres
humanos venimos al mundo equipados con ciertas condiciones y tendencias naturales:
acatarlas es prudente y violarlas conlleva un precio”[544], anotó con buen criterio el
pensador argentino Mariano Grondona. Sin embargo, agrega Grondona lo siguiente:
“Para una mayoría de las personas la homosexualidad es una práctica aberrante. La
pregunta no es empero si tienen razón, sino es otra: aun si la tuvieran, ¿poseen ade más
el derecho de imponerla a los que no piensan como ellos?”. La respuesta del autor es
que no, puesto que “una persona es tolerante cuando, pese a condenar determinado tipo
de conductas, no intenta prohibirlas por ley del Estado porque el intento de moralizar
imperativamente podría traer males mayores que el que se quiere erradicar”[545].
Suscribimos: el Estado no debería jamás perseguir la homosexualidad, pero lo que
tampoco debería hacer es promover y celebrar dicha práctica por un sinfín de razones,
entre ellas, que la misma es auto-destructiva tanto en lo emocional como en lo físico, tal
como veremos luego.
Desde el inicio de este trabajo hemos sido partidarios de que el sujeto
homosexual tenga todo el derecho de vivir su intimidad de esa manera, aunque la misma
sea tan ajena a lo que la naturaleza indica. Pero justamente por las características de
esa artimaña erótica irregular se deduce que su sexualidad es objetivamente
desordenada, puesto que padece una tendencia contraria a la finalidad para la cual la
sexualidad fue diseñada: la relación homosexual es por definición intrascendente y su
práctica se reduce al presunto placer que dicen sentir sus cultores. Vale decir, el acto
homosexual no tiene raíces en el pasado y no se proyecta hacia ningún futuro, es una
actividad subalterna equivalente a un antihigiénico pasatiempo que se agota en sí
mismo.
Pero también es cierto que la homosexualidad no se reduce al acto sexual, sino
que se trata de una realidad mucho más compleja: “está de moda decir que la
homosexualidad es una alternativa tan válida como cualquier otra. Mentira. El ser
homosexual es complicadísimo. Deben merecer toda nuestra comprensión, pero para
intentar curarlos, no para animarles a serlo”[546] sentenció el psiquiatra Juan Antonio
Vallejo-Nágera en su libro La puerta de la esperanza[547]. Es decir, al margen de la
ligazón genital, la sodomía no constituye una simple pirueta carnal minoritaria tan
inocua e intrascendente como la de quien posee un gusto no mayoritario a la hora de
elegir un sabor en la heladería del barrio. Justamente por ello, es que no son pocas ni