Agustin Laje y Nicolas Marquez - El Libro Negro de La Nueva Izquierda Agustin Laje y Nicolas Marquez - El Libro Negro de | Page 139
la maquinaria propagandística del “género” sin dudas ha consistido en imponer en el
léxico popular la palabra “gay” (vocablo anglosajón que suena “cool” y vanguardista),
la cual no significa absolutamente nada en términos sexuales —“alegre” es la
traducción de “gay” del inglés al español— y con ello, se le brinda a una conducta
reñida con la naturaleza una connotación sonriente y festiva: “La misma palabra ‘gay’
es un catalizador que tiene la facultad de anular lo que expresaba la palabra
‘homosexualidad’” le comenta en 1981 el periodista Gilles Barbedette a Michel
Foucault, cuyo entrevistado celebra este triunfo idiomático respondiendo lo siguiente:
“Es importante porque, al escapar a la categorización ‘homosexualidad-
heterosexualidad’, los gays, me parece, han dado un paso significativo e interesante.
Definen de otro modo sus problemas al tratar de crear una cultura que sólo tiene sentido
a partir de una experiencia sexual y un tipo de relaciones que les sean propios. Hacer
que el placer de la relación sexual evada el campo normativo”[427]. O sea que con este
revestimiento simpático y auspicioso, la cofradía homosexualista toma más impulso
para vanagloriase públicamente de sus hábitos procurando así, no que la
homosexualidad sea tolerada —nadie se opone a la existencia de dicha tolerancia—,
sino que esta praxis sea catalogada de una manera tan valiosa y fecunda como la
heterosexual o incluso superior a ella: “Los hombres y las mujeres gays, al conocer
mejor sus propios cuerpos, podían estimular y satisfacer a sus compañeros más
efectivamente que los hombres a las mujeres”[428], sostiene el precitado
homosexualista Jacobo Schifter Sikora, cuyo macizo libro se desvive por “demostrar”
la superioridad moral homosexual por sobre la heterosexual.
Y así como se ha pretendido con éxito la adulación a toda manifestación cultural
emparentada con la homosexualidad, de manera inversamente proporcional se buscó
(también con éxito) satanizar a todo aquel que cuestione dicho paradigma,
imponiéndole al circunstancial contradictor la etiqueta pseudocientífica de
“homofóbico”, apodo fabricado por George Weinberg —psicólogo izquierdista aliado
a la causa homosexual—, quien inventó dicho estigma para regocijo y gratitud de Arthur
Evans, co-fundador del “Gay Activists Alliance ” (Alianza de Activistas
Homosexuales)[429]: “La invención de la palabra ‘homofobia’ es un ejemplo de cómo
una teoría puede echar raíces en la práctica”[430] sostuvo con júbilo. De más está
decir que dicha denominación no sólo no tiene el menor rasgo científico sino que la
naturaleza del vocablo incurre en una evidente contradicción: si el prefijo griego
“homo” significa tanto “hombre” como “igual”, y del mismo griego surge que “fobia” es
un “miedo” o “aversión”, tendríamos que “homo-fobia” es un “miedo o aversión a los
hombres o a los iguales”. Es decir, en comprensión literal, la palabra “homofobia” es
un sinsentido consistente en que uno siente miedo de los iguales a uno, cuando de existir
alguna “fobia” habría de ser del diferente y nunca del afín: salvo que los homosexuales
confiesen que no se sienten iguales sino diferentes, pero esta confesión iría en