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Nuestro triángulo es un sistema de fuerzas desiguales, ya que, en primera instancia, las relaciones que se suscitan entre los tres actantes mantienen diferentes prácticas de poder: el padre somete a la madre y ésta subordina, bajo diferentes circunstancias, a Pedro; indirectamente, el primero marca y condiciona, inicialmente, al hijo en un régimen en el que aparece como inferior, sometido e inerme. Por tales razones, madre e hijo son reconocidos como víctimas del padre (por ello, el triángulo es escaleno). Es obvio que Pedro ignora gran parte de los rasgos e historia de su progenitor, por ello, hablamos de la figura del padre ausente. Por otro lado, la madre, en este caso, reproduce algunas prácticas paternas: abandona, maltrata y desconoce a su hijo. No obstante, su ausencia es más significativa. De esta forma, los vectores (ejes de poder) se agudizan en la persona de Pedro. A pesar de todo lo anterior, este chico es también un reproductor, bajo numerosas modalidades, de prácticas coercitivas. La pobreza, la vida fuera de la ley, el abandono, la sospecha, etc. serán denotaciones que conducirán la vida de Pedro y de su madre. De hecho, gran parte de las anteriores denotaciones fuerzan a la conformación de un abismo imaginario entre el resto de los chicos y su respectiva madre. Es ilustrativa, por ejemplo, la reacción que muestra el joven herido por don Carmelo tras haber tratado de robarle el dinero al anciano en el mercado. Después del frustrado plan, algunos chicos se concentran en un rincón del mismo mercado; uno de ellos le recomienda al muchacho herido:“¿Qué?, ¿te duele mucho? Ve a que te cure tu amá.” El herido responde:“¿Mi mamá? Si ya es la segunda.Ya me la tiene sentenciada.” El primero, con cierto malestar, complementa:“También mi mamá me tiene tirria, por eso me salí de la casa.” La madre de Pedro, por ser la única figura de esas características que aparece en el filme y por su versatilidad actancial, sería un ente genérico que representa al resto de las madres de los otros chicos del grupo. Nos atreveríamos a decir que también lo hace por las madres de los hijos que viven en ese ambiente marginado. Cuando abordemos las instancias extratextuales (en las “Conclusiones”) percibiremos la importancia de las anteriores afirmaciones. El anticristo En el tercer apartado del presente trabajo, indicamos cómo El Jaibo deconstruía un pasaje bíblico; tal deconstrucción tenía marcas semánticas pertenecientes al campo económico. No obstante, las consecuencias son aún mayores y repercuten en otro orden discursivo. El capítulo “El aprendiz” contiene una escena en la que el trabajo de cámara y la disposición de diferentes elementos textuales (actantes y escenografía) se conjugan para, por sólo unos cuantos segundos, hacer de la figura de El Jaibo la configuración del Anticristo. Pedro está laborando en la afiladuría10; su patrón no se encuentra por el momento. El Jaibo, quien llega de improviso y se para en el quicio de una de las puertas del local, busca a su amigo para advertirle que la policía está realizando las pesquisas sobre el caso de Julián. La cámara está situada al fondo de ese espacio, de tal forma que toma a El Jaibo de frente; Pedro está a la izquierda, de perfil, martillando un pedazo de metal caliente. Entre la cámara y El Jaibo, se eleva una nube de humo salida de la fragua; en el extremo derecho, casi en línea paralela con la cámara, una estructura de madera tiene la forma de una cruz. Como el interior del taller se exhibe en penumbras, la luz que se filtra por la puerta en la que El Jaibo se ha detenido permite que tanto cuerpos como objetos se vean obscuros, pesados y altamente contrastantes. La separación física entre El Jaibo y la cruz nos indica una oposición entre estos dos signos completamente antagónicos e irreconciliables. El juego dicotómico potencia el significado de cada uno bajo un contexto cristiano: El Jaibo es un signo del mal; la cruz, del bien. El humo frente a El Jaibo y la luz del umbral a sus espaldas lo asemejan a una figura diabólica como proveniente del Infierno. 23