Agenda Cultural UdeA - Año 2013 ABRIL | Page 6

ISBN 0124-0854
N º 197 Abril de 2013 metamorfoseado en interrogación a la inversa, convertida en gancho: de él colgaban la madre, el hijo, los hermanos menores. Juan recordaba los horcones en la carnicería. erizado de figuras espectrales le infunde un pavor sólo comparable a la urgencia de pedir nuevamente el milagro, tan humilde, que sería imposible no ser oído.
—¡ Si no fuera tan tímido el muchacho!— se decía la madre. En esa timidez veía estrecheces sin respuesta, una timidez cuajada de prematura resignación, de fe elemental que San Rafael desde su buen sitio en el cielo le tendía en suave manta. Quizás si San Rafael viviera en un cuchitril y si en lugar del buen Dios le hablara don Jenaro … Pero Juan Montiel evita pensar, ya el milagro se obrará, tiene que obrarse.
El reloj acaba de dar la quinta campanada.
Antes de sonar la sexta, Juan, todavía frente a la iglesia, sabe que están dando su hora, ve la necesidad de encontrarse solo, de orar en el día— en la noche— de San Rafael. Se aproxima entre la oscuridad a un portón mientras el otro es cerrado con humano crujir por el sacristán que tararea un responso. A esa hora, a las ocho y cinco campanadas casi seis, la iglesia debería reposar con tranquilidad de niño que duerme, llena de imágenes celestiales y en nichos fabricados por el mismo Dios.
Con movimientos de quien pasa un contrabando religioso, Juan Montiel se introduce por la puerta libre rumbo a la sacristía. El silencio
La sexta campanada se desgaja del reloj como el vuelo de un búho.
El rincón de la sacristía donde se halla San Rafael es más oscuro que el más oscuro rincón de la iglesia. Juan, bulto de pavor y fe, se arrodilla sin decir nada. Ni a él, ni a la escultura, ni al silencio. Saca de un bolsillo sus únicos cinco céntimos y los introduce por la ranura de la alcancía del santo. Al dar la suya contra las otras monedas, se escapa ese ruido, sensación de algo perdido irremediablemente.
Toma entonces una cerilla, prolongación llameante del temblor en sus manos, y enciende una lámpara de aceite que parece oscurecer más, por el contraste tímido que entabla, las sombras de la sacristía. Nada pide, seguro de que el santo traducirá ese silencio colmado por su madre, sus hermanos menores, don Jenaro, el cuartucho donde malviven. En el reclinatorio frente a la imagen sostiene la cabeza entre sus dedos, hecho una oración en forma de niño, casi de hombre. Únicamente sabe que resbalan algunas lágrimas hasta las comisuras de sus labios.