ISBN 0124-0854
N º 189 Julio de 2012 seguramente me llevó a otros y yo me olvidé de la historia del suicida. Hasta la tarde de abril en que el profesor de periodismo llevó uno de los mejores cuentos del caleño, ― Infección ‖, para leer en clase. Para ese entonces, yo ya tenía diecinueve años y, como cualquier estudiante de periodismo, estaba maravillada con la forma, con experimentar, con escribir de todo, de lo propio y lo ajeno, y Andrés lo hacía perfecto: ― Odiar es querer sin amar. Querer es luchar por aquello que se desea y odiar es no poder alcanzar por lo que se lucha ‖.
Durante las siguientes clases, una especie de amistad se afianzó con el profesor y eso me permitió al fin comenzar a leer cuentos como ― Patricialinda ‖, ― Infección ‖, ― Calibanismo ‖, ― Maternidad ‖ y ― Noche sin fortuna ‖. El último día de clase, y como una especie de agradecimiento por el interés en las lecturas, ese mismo profesor me regaló Angelitos empantanados en la edición Cara y Cruz de Norma. En esa portada que siempre me ha parecido demasiado tierna para la historia— un jovencito con alas y un corazón en sus manos—, aparece una de las frases que mejor describen a Andrés y que es dicha por el personaje que más me gusta del libro, El pretendiente: ― Terror … tal palabra significa para mí un lugar común ‖.
Esa misma noche leí los tres relatos que componen el libro: ― El pretendiente ‖, ― Angelita y Miguel Ángel ‖ y ― El tiempo de la ciénaga ‖. Lo primero que me sorprendió fue la capacidad para definir tan bien a cada personaje: desde Angelita Rodante y su belleza en los buses, hasta Solano Patiño, el más hablador y saludador. Pero sobre todo, ― El pretendiente ‖; algo en ese personaje me caló en el alma: tal vez fue su agonía, su soledad, su desequilibrio luego de una pérdida. Valga decir que después, cuando vi la obra del Teatro Matacandelas, adoré más al personaje por la inolvidable y excelente interpretación de Diego Sánchez, uno de los actores más reconocidos de la ciudad.
Con la distancia que dan los años, también debo contar que el comienzo de estos Angelitos me sigue alterando todos los sentidos, como la primera vez que lo leí. Sobre todo porque permite encontrarse de entrada con un personaje agitado y agobiado por desordenados y dolorosos recuerdos, un hombre que se impone la tarea de encontrarles una sucesión, una armonía, no para justificar el estado en que comienza a narrar la historia, sino para neutralizar tanta capacidad para herirse. Tanta tristeza hay en ese primer párrafo y tanta desesperación, que urge leer la historia. Una necesidad apremiante por escribir como mecanismo de liberación.