ISSN 0124-0854
N º 194 Diciembre de 2012
— No creo que te pongas muy triste— observó brevemente la señora Perry.
— Bueno, ya que vas a salir, ¿ por qué no te animas un poco?
— Estoy animada— replicó la señora
Perry.
La señora Perry cerró tras ella la puerta del restaurante y recorrió toda la estancia, atisbando en cada reservado en busca de su acompañante. Por lo visto, no había llegado todavía; de manera que eligió un cubículo vacío y se sentó en el banco de madera. Al cabo de quince minutos pensó que no acudiría y, reprimiendo el gran dolor que aquello le causaba, centró toda su atención en el menú y logró apartar de su mente al señor Drake. Mientras leía la carta, se desabrochó el collar de cuentas y lo guardó en el bolso.
Llamó a la camarera y le pidió chuletas de cerdo; entonces llegó el señor Drake. La saludó con una sonrisa tímida.
— Ya veo que está pidiendo la cena— dijo, acomodándose en su sitio del reservado.
Contempló admirado su vestido color de espliego, que mostraba su pálido pecho. Habría preferido que hubiese ido con la cabeza descubierta, porque le encantaba el cabello de las mujeres. Llevaba un sombrero desgarbado, de fieltro negro, que siempre se ponía en
cualquier clase de tiempo. El señor Drake recordó con intenso placer la patata asada delante del fuego, y sintió mucha más emoción de lo que había imaginado al volver a ver a la señora Perry.
Lamentablemente, la mujer no parecía impulsada a comunicarse con él, y al cabo de muy poco tiempo el camionero guardó silencio. Durante la primera parte de la cena, comieron sin decirse nada. El señor Drake había pedido una botella de vino dulce, y cuando la señora Perry terminó el segundo vaso, rompió a hablar.
— Me parece que en los restaurantes le engañan a uno.
A John Drake le gustó que hubiera hecho algún comentario, aunque fuese poco cortés.
— Se pagan precios altos por raciones pequeñas solo para estar entre la gente— manifestó, muy para su sorpresa, porque siempre se había considerado un lobo solitario y su comportamiento nunca había desmentido esa idea. Notó esa misma cualidad en la señora Perry, pero se sintió impulsado por un extraño deseo de perderse con ella entre la multitud.
— Bueno, ¿ no cree que tengo razón?— preguntó vacilante. En su rostro surgió una sonrisa curiosa y dislocada; mantenía la cabeza en una posición ridículamente erecta que revelaba su tensión nerviosa.