ISBN 0124-0854
N º 190 Agosto de 2012
Nuestra perentoria necesidad
de un acuerdo ético sobre la legalidad
¡
Problema que no se reconoce es problema que no se resuelve! Está por fuera de discusión que reconocer las dificultades, comprenderlas en sus distintos matices, es el primer paso para resolverlas. En el caso de la sociedad colombiana, rondan sobre su cabeza cuestiones pendientes de gran profundidad sobre las que no hay el mínimo consenso. Una de ellas es la relación con la legalidad existente o, también habría que decirlo con mayor precisión, si la ilegalidad generalizada es un camino válido en la sociedad para que algunos individuos y grupos consigan recursos y acumulen riquezas.
Es un tema crítico y urgente, pues lo grave es que, en porciones muy importantes de la población, hemos venido naturalizando la ilegalidad en nuestras vidas, terminamos por creer que es algo inevitable, y, más que eso, exaltando al que no juega legal, al avivato, y convirtiendo en objeto de mofa a quienes cumplen con la normativa existente y juegan
Rubén Fernández
limpio. Una frase pronunciada por uno de los reos investigados por el carrusel de contratos en Bogotá el año anterior va en esa dirección. Decía él en su defensa:“ La corrupción es inherente al ser humano”.
Históricamente han existido distintas formas de organizarse para actuar en la ilegalidad: unas, eminentemente individuales o en pequeños grupos; otras hay que se escudan detrás de un altruismo(“ robar a los ricos para repartir a los pobres”); y otras más, asociadas a organizaciones complejas dedicadas al crimen. Desafortunadamente, hoy en día el grueso de la ilegalidad funciona regido y dirigido por grandes mafias que incluso combinan acciones económicas lícitas con actividades ilegales y que garantizan que los recursos vayan, finalmente, a engordar las arcas de quienes ya tienen en abundancia, haciendo que esta forma de ilegalidad se convierta en un mecanismo para profundizar la desigualdad y transferir