ISBN 0124-0854
N º 182 noviembre de 2011 con música de sustratos primitivos, y se dedicaría al canto; cuando lo hacía, su rostro seco y serio dibujaba una ligera y graciosa mímica de ritmo, y su mano izquierda, ya sumisa, seguía el remedo melódico del sonar de la maraca lujuriosa de otras edades. Otras veces ese brazo seguía obediente el crujir embrujado de los tambores y se movía al son de una botuta imaginaria, escondida en su propio brazo, hasta cuando empezó a dolerle y debió forzarlo a separarse de la cascabela para siempre.
Cuando Los gaiteros de San Jacinto percutían sus atabales y Toño cantaba, cada hombre, cada músico, se comunicaba con su instrumento y con todos, al compás pleno de un mismo movimiento y duración.
Quien toca el macho toca también la maraca: es regla de gaitero; y sólo aparta de su boca el pito para cantar; eso lo inventó Toño, ya que en los conjuntos de gaita antiguos no se cantaba. Un canto hondo, una entonación larga, eran virtudes en Toño Fernández, mientras varios tambores comprimidos por las piernas de los tamboreros empezaban a roncar al son de las letanías cantadas, separadas apenas por el responso grave
Los gaiteros de San Jacinto y Delia Zapata Olivella en Moscú durante el Encuentro Mundial de la Juventud, 1958.
del coro hecho por los tamboreros. Era la garganta más hábil, casi feroz, que anunciaba el espectáculo de recitativos, así fuera una noche oscura en un pueblo de la costa, un teatro elegante de ciudad grande o un aeropuerto cualquiera de tránsito por el mundo, porque los cantos de Toño, hechos de privaciones, opresiones, debilidades y amor, eran cantos de un pueblo en permanente marcha. Toño, en su campo, era el propio diablo; inventaba sus versos, y su repetición creaba una hipnosis de contagio. Enronquecido, cuando cantaba mucho y la percusión hacía estragos en su voz, sus acompañantes, solidarios, se miraban unos a otros, como gallo en la