ISBN 0124-0854
N º 159 Octubre de 2009
Una campana llamó al segundo servicio y los criados pusieron la mesa adornándola con exquisitas confituras. En medio del regocijo de los dulces escuché la primera crítica sobre la obra de Mutis, a quien algunos acusaban de enviar sus informes a Linneo en Europa, no permitiendo que los criollos ilustrados del Nuevo Reyno conocieran sus observaciones. El científico lanzó una mirada a Matís para escuchar sus comentarios y el pintor bajó los ojos para evadir el tema y referirse más bien a la exquisita textura de las fresas de La Sabana. Un silencio incómodo se apoderó de los comensales hasta que fue roto por la música que llamaba al baile. De inmediato con exclamaciones de regocijo se organizaron dos filas para ejecutar la contradanza española que comenzó con el redoblante de los músicos en un rincón del salón. Por unanimidad nos escogieron al prusiano y a mí para que iniciáramos y dirigiéramos las figuras, atendiendo a la experiencia del europeo en las cortes y a sus habilidades en la danza; de mí esperaron lo mismo, ya que para ellos cualquier francés debía venir de París, donde creían se encontraba el origen de la elegancia. Tomados del brazo fuimos al centro de la sala y nos paramos una frente al otro y de esta manera hicieron los demás. Los ojos del pintor de láminas estaban pendientes de mí y adiviné que sufría. Comenzamos en un giro cadencioso a dar vueltas de vals, luego cambiamos de pareja, nos fuimos entremezclando de tal manera que cada giro y paso nos acercó a una mano y a un rostro diferente; más que una danza elegante, para mí era un juego donde me encontraba sucesivamente con los dos hombres con los que había ido al baile y en cada encuentro veía una faceta desconocida de sus rostros y de sus cuerpos. Cuando acabó la danza y me encontré finalmente con el prusiano después de recorrer toda la fila, sentí con el contacto de sus manos suaves, acostumbradas a la pluma y al manejo de los instrumentos, que ardían mis mejillas de deseo y quise estrecharlo contra mi cuerpo. Perderlo y encontrarlo al final de la danza me producía un regocijo comparable al juego de la infancia cuando descubría de repente mis ojos, ocultos bajo un gorro de piel de castor, con las ansias ingobernables de conocer de repente el mundo.