ISBN 0124-0854
N º 159 Octubre de 2009
permitía suavizar los picantes del aliño fue mi comida, mientras el pintor de láminas me instruía en los nombres y usos medicinales de las plantas, comenzando la instrucción que me permitiría años más tarde dedicarme a las prácticas curativas.
No dejaron las damas de agitar sus pañuelos impregnados de colonia y observar discretamente mis gestos. Pensaba mientras las veía esconder sus bocas para murmurar detrás de los abanicos que yo les servía de ejemplo para aprender las maneras francesas. No apartaban los ojos del movimiento de mis manos, mi sombrero y mi quitrín, detallando el volumen de las mangas de mi traje, anchas como globos junto a los hombros. Lejos estaba yo de entender que en sus cuchicheos comentaban la extrañeza que sentían por mi presencia en la casa de Mutis, luego de un largo viaje acompañada de dos hombres sin que ninguno de ellos fuera mi esposo o mi padre. Ya que en Santa Fe una mujer joven debía estar casada o recluida en el convento. Despreocupada de todo esto nunca intenté explicar mi relación con los científicos ni justificar mis acciones, me costaría que más adelante las habladurías habrían de tacharme de guaricha( sin que algunos entiendan las razones por las que me permito el sexo con algunos hombres) o me identificaran como monja de una religión extranjera, lo cual me ha permitido moverme en las sombras y apoyar a los rebeldes después de la revolución. Mientras las mujeres hablaban de mí en el baile, al prusiano lo acechaban los criollos con preguntas, querían saber sobre Napoleón, la posible dimisión de Fernando VII al trono de España y otros asuntos de las guerras en el viejo continente. El Barón les regalaba la mejor de sus sonrisas y sin comprometerse alegaba que los años pasados lejos de Europa lo habían alejado de los últimos acontecimientos de la política. Cauteloso, el europeo tenía presente que el Rey había enviado espías a nuestro paso con el fin de captar las impresiones que pudieran expresar sobre la situación política del nuevo continente, vigilando además cualquier acción de los científicos que pudiera ser sospechosa para la seguridad del Reyno. Aún se encontraban frescos en España los recuerdos de los amotinamientos en El Socorro, donde los alzados alcanzaron a llegar a las puertas de Santa Fe; el Rey temía nuevas revueltas en otros puntos de la Nueva Granada.