ISBN 0124-0854
N º 145 Julio 2008
disputa armada por una de las partes, ni en los antiguos y tradicionales campos de batalla. Tampoco se distinguen con claridad de la paz, y menos aun están regidas sus acciones por el principio de discriminación entre combatientes y civiles, pues las hostilidades desbordan lo militar, se insertan en el seno de lo social y dejan como consecuencia trágica, entre otras, un alto grado de victimización de la población no combatiente, e inmensa destrucción moral y material por la potencia de las armas. En síntesis, las guerras contemporáneas pasan por encima de todo tipo de limitante, convención o normativa y devienen en aquello que el alemán Carl Schmitt denominaba, con cierto aire apocalíptico, como guerra total. 1
En esas condiciones surge la pregunta por las características y las dinámicas que imprimen a las guerras actuales los actores que las protagonizan. La respuesta a esta cuestión tiene que ver con la forma en que tales agentes definen sus
guerras: las guerras son justas; se justifican porque a través de ellas protegen o tratan de establecer un orden justo ― sea este particular, general, nacional o global ―, o porque procuran defenderse de un enemigo que consideran la encarnación del mal. El lenguaje actual de los actores comprometidos en la guerra es un lenguaje moral ― la justicia, la injusticia, el bien, el mal, los valores ― y esto determina sus formas extremas y crueles.
En efecto, cuando mi enemigo deja de ser simplemente el“ otro” diferente de mi manera de ser, y se convierte en la encarnación del terror y del mal, lo injusto se convierte en la negación de los valores más puros e insignes de la humanidad, como la democracia, la libertad o los derechos humanos, y se materializa en una clase social, en un grupo, en un país, en una persona, en una figura simbólica, como el diablo, por ejemplo. Y frente a ese“ otro”, el único trato que puedo depararle tanto a él como a todos los que representa, a sus simpatizantes,