ISBN 0124-0854
N º 146 Agosto 2008
Tengo otro saque: un buen saque me vendría bien. Acto seguido, empujo bruscamente la pelota en el aire y dejo la marca en la esquina izquierda de mi contrario: 5-2. La busco en otras mujeres y no la encuentro. Eso me hace pensar que estoy jugando un partido físico y dos mentales: uno en la cancha, otro en la gradería. Ahora necesito un pequeño quiebre, mini break que llaman. Si no lo obtengo, mi rival tendrá un punto para partido con su servicio. El Único saca hacia mi cuerpo y no alcanzo a mover la raqueta correctamente, dejando la bola a mitad de camino entre la malla y yo. La velocidad del saque, según indica el medidor digital, fue de 220 kilómetros por hora: ¡ vaya si hubiera dolido de no poner la raqueta!
La situación actual señala que yo estoy a un punto de perder y bastante lejos de ganar. Esta vez voy a abogar a mi devolución: seré lo más brusco y lo menos prevenido que pueda. Siento desilusión por la falta de inspiración en la tribuna.
Así que el saque de mi rival golpea la faja de la red, dejándole la posibilidad de un solo servicio. Sé que este partido lo tengo que ganar yo: él no me lo va a regalar. Su segundo servicio es abierto, pero yo le respondo con un golpe de revés paralelo, que lo deja estático: 6-3. Para triunfar debo mantener el servicio. Fallo el primero y el segundo es bastante débil. Sin embargo, la devolución de mi rival no es muy
profunda y me permite ejecutar un golpe certero de derecha, acercarme a la red y definirlo con un toque preciso, sin ser muy fuerte.
Él Único todavía tiene su punto para partido: debo ser certero. Primer servicio en la red: mala señal. Esto pudo haber sido un gran comeback. Me aventuro a servir al medio, en toda la esquina, sin miedo a la fuerza que implicaría una doble falta. Mi golpe sale con una exactitud milimétrica para que mi rival sólo pueda“ morder” con la punta de la raqueta la bola: 6-5. Estoy de vuelta. Puedo resucitar, pero no puedo tenerlo todo: casi todos los puntos indican que ella no está.
A pesar de que él puede ganar el partido con su servicio, yo ya he dejado cualquier frustración atrás: siento a los dioses de mi parte. El Único, que ya no parece tan especial, me baja de la nube con un primer saque que, por poco, toca la línea. A seguir, un segundo servicio bastante decente que yo devuelvo con la misma pulcritud. Peloteamos por un rato, jugamos con las líneas. Yo sé que él cree que controla el punto, pero también sé que yo puedo darle una sorpresa. Y lo que hago es tirarle una lenta y precisa dejadita que efectúo suave con la cara de la raqueta, cercana a la malla, lejos de la línea de base que hemos estado tratando de dominar: el cambio de ritmo mata a mi oponente, quien observa la bola rebotar dos, tres veces, estupefacto.