ISBN 0124-0854
N º 133 junio de 2007 empeñaba sin que nadie supiera, sin que nadie lo conociera en el medio literario. Desde ese día, Mario se convirtió en parte fundamental de mi vida.
En aquellos días de la adolescencia que suelen ser luminosos y hasta deslumbrantes, ese hombre de unos 45 ó 46 años que era escritor, muy buen lector y además atractivo, fuerte, pleno de energía de vida, me pareció encantador. Supongo que yo le produje esa mezcla de ternura y compasión que nos inspiran los jóvenes que en algo se nos parecen. Tomar con él café en el Le Gris, recibir sus cartas aunque se encontrara en la ciudad, comentar sus textos y los míos, se fueron haciendo parte de las cosas buenas que me pasaban.
A pesar de los golpes y fracasos, de su permanente desarraigo, de un cansancio de vida que se le hacía a veces insoportable, Mario no había perdido aún el entusiasmo por la vida y ese sentido agudo de la observación de sus propios mundos interiores, de los de los demás, y hasta de los de los animales y las plantas que se convertían en personajes protagónicos en su vida, en sus novelas y en sus cuentos. Mario era en ese entonces un hombre alegre, curioso y lleno de pasión por la vida, por las mujeres, por la literatura. En él vida y literatura eran lo mismo. Sus palabras eran tan literarias cuando hablaba como cuando escribía y por eso escucharlo era fascinante, siempre: nunca pequeñeces,
siempre cosas hondas, alegres o tristes, pero hondas.
Cuando las dificultades económicas y la necesidad de apartarse de todo y de todos lo hicieron decidir comprar unas tierras de una finca a la que bautizó Thulé, en Urabá, empecé a recibir unas cartas desoladas y hermosas, donde me contaba de sus bregas con la tierra, los acreedores, sus angustias íntimas y también de la exultación que le producía esa naturaleza en la que se encontraba sumergido. Pero, sobre todo, me contaba de sus novelas, de cómo evolucionaban sus personajes, sus argumentos; de sus dificultades con la escritura, su pulir y pulir las frases hasta que le quedaran perfectas, de cómo había días en que sólo dos frases le ocupaban el tiempo.
Recuerdo su entusiasmo grande cuando recibió el premio que lo situaría desde ese mismo momento en un lugar importante dentro de la literatura regional y del país: nos volvimos a encontrar en el café Le Gris del centro; me llevaba de regalo un ejemplar de Cuando pase el ánima sola, premio Vivencias 1979. Y la sonrisa no se le lograba quitar del rostro. La espera había dado sus frutos y él, que sabía de esperas, supo conservar esa compostura que hoy pocos logran ante el triunfo, a tratarlo con el cuidado y la cautela con la que el cazador de sus cuentos vigila al tigre que acecha.