ISBN 0124-0854
N º 134 julio de 2007 amanecer en cualquier acera de la Terminal. Aunque también hubo conductores que lo compadecieron, porque además él les echaba un cuento reforzado sobre sus angustias: que no era de Medellín, que estaba perdido, que llevaba una semana buscando a una tía, y otras mentirillas por el estilo. Incluso hubo un conductor que se lo llevó para su casa y lo alojó dos semanas, y hasta se ofreció a ayudarle a buscar la tía.
Un mes llevaba en esas, vagabundeando de día en la calle y pasando las noches en las terminales, cuando la suerte le dio la espalda: se encontró con un conductor que no se le comió el cuento de la tía y lo llevó a una estación de policía, la que a su vez lo trasladó al Centro de Referencia de Bienestar Familiar, donde, por no tener antecedentes, decidieron regresarlo a su casa, con su mamá, con la advertencia de que a la segunda pillada ya no lo regresarían más, lo dejarían internado.
Pero no pasaría mucho tiempo antes de que Cristian volviera a sus andanzas. Su casa y su familia no fueron capaces de sujetar su ya probado instinto nómada, que lo apuraba a escuchar el llamado de la selva, la selva urbana. Aprovechó cualquier pretexto y se largó, y esta vez a guerrearla a cielo abierto, de tiempo completo como gamín de camada, con cama de cartones y expuesto a todos los avatares posibles, a las punzadas del frío y los acosos del hambre, a los aguaceros y las resolanas, a la marihuana y la falsa panacea
del pegante, y al oscuro pájaro de la soledad, porque en el caso del gamín sí se puede decir que está solo contra el mundo. Pero también está, y esa es la paradoja— la otra cara de la moneda, el lado luminoso de la trampa en que está metido— como un ángel en un reino de total libertad, porque para los niños vagabundos la calle no es el peor de los mundos, como todos creemos. O por lo menos no es sólo eso, es también lo contrario: una fiesta donde pueden hacer lo que les venga en gana y a la hora que quieran. Siempre que los vigilantes lo permitan, claro.
Todo el día se la pasaba caminando y haraganeando por ahí, conociendo otros niños como él, o más grandes, aprendiendo de ellos. Aprendió, por ejemplo, a robar al escape, sobre todo frutas en puestos callejeros. Pero nada de atracar a las personas, más por miedo que por piedad humana, dice. En la calle la piedad, como la esperanza, es lo primero que se pierde.
— Sólo una vez me robé una cartera. Se la arrebaté a una señora. Y para nada, porque no tenía plata— confiesa.
De sus heridas con arma cortopunzante sólo muestra dos cicatrices, número ridículo frente a los estándares que manejan los gamines curtidos, que no bajan de quince cicatrices en su cuerpo. Es la muestra palpable de su espíritu manso, refractario a las peleas. Mientras éstas puedan evitarse, hay que