ISBN 0124-0854
N º 139 Diciembre de 2007 partida, en castigo lo que no es más que una fatalidad. Despeinada, sudorosa, objeto de irrisión para los locos y de escándalo para los cuerdos, sigue a campo traviesa la pista de los ejércitos sembrada de botellas vacías, de zapatos usados, de enfermos abandonados que los pájaros de presa toman ya por cadáveres. Se dirige hacia Tebas, como San Pedro a Roma, para dejarse crucificar. Atraviesa los siete círculos de los ejércitos que acampan en torno a Tebas, deslizándose invisible como una lámpara en el rojo Infierno. Entra por una puerta disimulada en las murallas, coronadas de cabezas cortadas, como en las ciudades chinas. Se desliza por las calles vacías a causa de la peste del odio, sacudidas en sus cimientos por el paso de los carros de asalto; trepa hasta las plataformas donde mujeres y niñas gritan de alegría cada vez que un disparo respeta a uno de los suyos; su cara exangüe entre las largas trenzas negras ocupa un lugar en las almenas, en la fila de cabezas cortadas. No elige a sus hermanos enemigos, ni tampoco la garganta abierta ni las manos repugnantes del hombre que se suicida: los gemelos son para ella un sobresalto de dolor, como antes lo fueron de gozo en el vientre de Yocasta. Espera la derrota para dedicarse al vencido, como si la desgracia fuera un juicio de Dios. Vuelve a bajar, arrastrada por el peso de su corazón, hacia los bajos fondos del campo de batalla; anda sobre los muertos como Jesús sobre el mar. Entre aquellos hombres, nivelados por la descomposición que comienza, reconoce a Polinice por su
desnudez expuesta como una siniestra ausencia de fraude, por la soledad que le rodea como una guardia de honor. Vuelve la espalda a la baja inocencia que consiste en castigar. Aun estando vivo, el cadáver oficial de Eteocles, ya frío por sus actos, se halla momificado en la mentira de la gloria. Aun estando muerto, Polinice existe igual que el dolor. Ya no acabará ciego como Edipo, ni vencerá como Eteocles, ni reinará como Creonte; no puede inmovilizarse; sólo puede pudrirse. Vencido, despojado, muerto, ha alcanzado el fondo de la miseria humana; nada se interpone entre ellos, ni siquiera una virtud, ni siquiera un minúsculo honor. Inocentes de las leyes, escandalosos ya en la cuna, envueltos en el crimen como en una misma membrana, tienen en común su espantosa virginidad que consiste en no ser ya de este mundo: sus dos soledades se encuentran exactamente igual que dos bocas en un beso.
Ella se inclina sobre él como el cielo sobre la tierra, volviendo a formar así en su integridad el universo de Antígona: un oscuro instinto de posesión la inclina hacia ese culpable que nadie va a disputarle, Aquel muerto es la urna vacía donde echar, de una sola vez, todo el vino de un gran amor. Sus delgados brazos levantan trabajosamente el cuerpo que le disputan los buitres: lleva a su crucificado como quien lleva una cruz. Desde lo alto de las murallas, Creonte ve llegar a aquel muerto sostenido por su alma inmortal. Se abalanzan