ISBN 0124-0854
N º 139 Diciembre de 2007 unos pretorianos, que arrastran fuera del cementerio a esta gárgola de la Resurrección: sus manos acaso desgarren en el hombro de Antígona una túnica sin costuras, se apoderan del cadáver que empieza a disolverse, que se derrama como un recuerdo. Cuando se ve libre de su muerto, aquella muchacha que baja la frente parece soportar el peso de Dios. Creonte se enfurece al verla, como si sus harapos cubiertos de sangre fueran una bandera. La ciudad sin compasión ignora los crepúsculos: el día oscurece de golpe, como una bombilla fundida que deja de dar luz. Si el rey levantara la cabeza, los faroles de Tebas le ocultarían ahora las leyes inscritas en el cielo. Los hombres no tienen destino, puesto que el mundo no tiene astros. Sólo Antígona, víctima por derecho divino, ha recibido como patrimonio la obligación de perecer y ese privilegio puede explicar el odio que se le tiene. Avanza en la noche fusilada por los faros: sus cabellos de loca, sus harapos de mendiga, sus uñas de ladrona muestran hasta dónde puede llegar la caridad de una hermana. A pleno sol, ella era el agua pura sobre las manos sucias, la sombra en el hueco del casco, el pañuelo en la boca de los difuntos. Su devoción a los ojos muertos de Edipo resplandece sobre millones de ciegos; su pasión por el hermano putrefacto calienta fuera del tiempo a miríadas de muertos.
Nadie puede matar la luz; sólo pueden sofocada. Corren un velo sobre la agonía de Antígona. Creonte la expulsa a las
alcantarillas, a las catacumbas. Ella regresa al país de las fuentes, de los tesoros, de las semillas. Rechaza a Ismena, que no es más que una hermana en la carne; al apartar a Hemon evita la horrible posibilidad de parir vencedores. Parte a la búsqueda de su estrella situada en las antípodas de la razón humana, y no la puede alcanzar a no ser pasando por la tumba.
Hemon, convertido a la desgracia, se precipita tras sus pasos por los negros pasillos: este hijo de un hombre ciego es el tercer aspecto de su trágico amor. Llega a tiempo para ver cómo ella prepara el complicado sistema de chales y poleas que le permitirán evadirse hacia Dios. El mediodía profundo hablaba de furor; la medianoche profunda habla de desesperación. El tiempo ya no existe en aquella Tebas sin astros; los durmientes tendidos en el negro absoluto ya no ven su conciencia.
Creonte, acostado en el lecho de Edipo, descansa sobre la dura almohada de la razón de Estado. Algunos descontentos, dispersos por las calles, borrachos de justicia, tropiezan con la noche y se revuelcan al pie de los hitos. Bruscamente, en el silencio estúpido de la ciudad que duerme su crimen como una borrachera, se precisa un latido que proviene de debajo de la tierra, crece, se impone al insomnio de Creonte, se convierte en su pesadilla. Creonte se levanta, y palpando a ciegas encuentra la puerta de los subterráneos, cuya existencia sólo él conoce; descubre las huellas de su hijo mayor en el barro del