ISBN 0124-0854
N º 139 Diciembre de 2007 y rara fruta que costaba muy caro, y a la que había que reproducir a toda prisa en el lienzo, antes de que su piel brillante perdiera su frescura; o bien pintaba un caldero, o mondaduras. Una luz amarillenta inundaba la estancia; la lluvia lavaba humildemente los cristales; la humedad se colaba por todas partes. El elemento húmedo hinchaba en forma de savia la esfera granulosa de la naranja, levantaba el artesonado, que crujía un poco, y empañaba el cobre del caldero. Cornelius pronto descansaba sus pinceles: sus dedos torpes, antaño tan dispuestos a pintar encargos de Venus tendidas o de Jesucristos de barba rubia, bendiciendo a niños desnudos y a mujeres envueltas en mantos, renunciaban a reproducir en el lienzo aquel doble reguero luminoso y húmedo que impregnaba las cosas y empañaba el cielo. Sus manos deformadas ponían, al tocar los objetos que ya no sabían pintar, todas las solicitudes de la ternura. Por las calles tristes de Amsterdam soñaba con campiñas temblorosas de rocío, más hermosas que las orillas crepusculares del Anio, pero desiertas, demasiado sagradas para el hombre. Aquel anciano, a quien la miseria parecía abotargar, se hubiera dicho que padecía una hidropesía al corazón. Cornelius Berg, que pintaba chapuceramente algunos cuadros lamentables, igualaba a Rembrandt con sus sueños.
No había reanudado sus relaciones con la poca familia que aún le quedaba. Algunos de sus parientes ni siquiera lo habían reconocido,
y otros fingían ignorarlo. El único que aún lo saludaba era el viejo Síndico de Haarlem.
Durante toda una primavera estuvo trabajando en aquella pequeña ciudad clara y limpia, donde le mandaban pintar falsos recubrimientos de madera en las paredes de la iglesia. Por la noche, una vez terminada su tarea, no se negaba a entrar en casa de aquel hombre viejo, algo embrutecido por la rutina de una existencia sin azares, y que vivía solo, cómodamente atendido por una criada, sin saber nada de arte. Cornelius empujaba la frágil barrera de madera; en el jardincillo, cerca del canal, el aficionado a los tulipanes lo esperaba entre las flores. Cornelius no sentía la misma pasión por aquellos inestimables bulbos, pero era muy hábil distinguiendo los menores detalles de sus formas, los menores matices de sus colores, y sabía que el anciano Síndico sólo lo invitaba a su casa por conocer su opinión sobre las nuevas variedades. Nadie hubiera podido indicar con palabras la diversidad infinita de blancos, azules, rosas y malvas. Frágiles, rígidos, los cálices patricios sobresalían de la tierra rica y negra: un olor a tierra mojada flotaba sobre aquellas floraciones sin perfume. El viejo Síndico cogía un tiesto, se lo ponía en las rodillas y, sosteniendo el tallo con dos dedos, como si fuera a cortarlo, se lo enseñaba a Cornelius sin decir una palabra, para que admirase aquella delicada maravilla. lntercambiaban pocos comentarios: Cornelius Berg daba su opinión con un movimiento de la cabeza.