ISBN 0124-0854
N º 139 Diciembre de 2007
La tristeza de Cornelius Berg
Marguerite Yourcenar
Desde que había regresado a Amsterdam, Cornelius Berg vivía en una posada. Cambiaba a menudo de alojamiento, mudándose cuando había que pagar el alquiler, aunque seguía pintando algunos retratillos, unos cuantos cuadros de costumbres que le encargaban, algún desnudo para un aficionado, y buscando por las calles algún que otro cartel que pintar. Por desgracia, le temblaban las manos y tenía que cambiar con mucha frecuencia los cristales de sus gafas por otros más fuertes; el vino, al que se había aficionado en Italia, junto con el tabaco, acababa de arrebatarle la poca seguridad que aún conservaba su pincelada y de la que seguía presumiendo. Lleno de despecho, se negaba entonces a entregar su obra y lo estropeaba todo con excesivos retoques o raspados, acabando por abandonar su trabajo.
Pasaba largas horas en las tabernas saturadas de humo como la conciencia de un borracho, donde algunos alumnos de Rembrandt, que había sido condiscípulo suyo en otros tiempos, le pagaban la consumición con la esperanza de que él les relatara sus viajes.
Pero los países polvorientos de sol por donde Cornelius había paseado sus pinceles y sus colores se dibujaban con menos precisión en su memoria de lo que lo habían hecho sus proyectos de porvenir, y ya no se le ocurrían, como en su juventud, aquellas toscas chanzas que hacían reír por lo bajo a las criadas. Los que recordaban al Cornelius alborotador de antaño se extrañaban de hallarlo tan taciturno; sólo la embriaguez conseguía desatarle la lengua y entonces soltaba unos discursos incomprensibles. Se sentaba, con la cara vuelta hacia la pared y con el sombrero echado sobre los ojos, para no ver a la gente que, según decía, le repugnaba. Cornelius, el viejo pintor de retratos que vivió durante mucho tiempo en una buhardilla de Roma, había escrutado durante toda su vida la expresión de los rostros humanos. Ahora se apartaba de ellos con una indiferencia irritada; incluso llegaba a decir que no le gustaba pintar a los animales porque se parecían demasiado a los hombres.
A medida que iba perdiendo el poco talento que poseía, parecía llegarle el genio. Se instalaba ante el caballete, en su desordenada buhardilla, y colocaba a su lado una hermosa