ISBN 0124-0854
N º 139 Diciembre de 2007 entre los mortales y que reclama la atención de nuestra memoria. pasado familiar, histórico y hasta mitológico de quien se definiera como novelista-poeta.
Cerrar los ojos es lo necesario para la rememoración, para hacer visible la imagen, el recuerdo, todo lo que, con los oscurecidos ojos, obra de la extensión de la tela breve que son los párpados, vuelve en medio de la evocación para hacer presencia precisa en el acto de recordar. Pero hay algo más acerca del recordar. Evocar, con su etimología ex vocare, equivale a convocar a alguien que se ha marchado lejos o que ha pasado al mundo de los muertos. Evocar es, también, emplazar a un muerto, y si por una mediación misteriosa, debido a que es inexplicable, éste nos es devuelto, la evocación se hace convocación.
Procurar una semblanza de Marguerite Yourcenar, escritora que sigue presente, no obstante su deceso producido hace veinte años, pone en apuros a quien intenta revivir algo de su vida y obra. He preferido, entonces, alterar el canon biográfico y ofrecer, por medio de estas líneas que cuentan sobre una vida, un homenaje a la vocación por la palabra que siempre estuvo del lado de la escritora belga. Esa especie de pacto sagrado transformado en arte literario, obra de la cual han quedado sus cuentos, sus novelas, sus poemas, sus ensayos, sus traducciones. En fin, toda una extensa producción que aguijonea hacia las honduras, donde es posible hallar un
Un claro ejemplo de lo acabado de indicar se encuentra en Zenón y Adriano, enfrentados a las pasiones prometidas por el inconmensurable mundo, también y no menos que a éste, a las ansiedades por la carne que, en medio de la postrer fruición, promete glorias, también su desmayo, su acabamiento, hasta terminar en el mudo reino de las sombras.
A la palabra venida del silencio que sobrecogió a su madre ― quien apagó su llama diez días después de que diera a luz a Marguerite Antoinette Jeanne Marie Ghislaine Cleenewerck de Crayencour ― se dedicó quien después, y por obra de su afición a la construcción de anagramas, abreviara el nombre y diera con el que se le conoce en el mundo de las letras: Marguerite Yourcenar, apelativo artístico y oficial a partir de 1947.
A la palabra se afilió ella, huérfana de madre y educada por su padre a partir de una singular formación que intercalaba viajes y lecturas de los clásicos griegos y latinos; experiencia educativa de la que prosperan dos pasiones en la escritora: Grecia y el mundo oriental; la primera le deja una percepción del mundo impreciso, un mundo en el que se está“ de paso”; la segunda, Oriente y sus doctrinas, le enseñan a prepararse para la muerte, la que