ISBN 0124-0854
N º 131 Abril 2007 de
El equilibrio entre la extensión y la profundidad de los conocimientos es importantísimo. Dadas la limitación de la memoria humana y la cortedad— muy lamentable— de la vida, es necesario combinar apropiadamente volumen y profundidad. El que abusa en extensión termina, según lo afirma la sabiduría popular, sabiendo nada de todo; el que lo hace en profundidad, termina sabiendo todo de nada. En uno de los extremos encontramos al utilísimo especialista, deshumanizado y aislado, por obligación y por vocación, del resto del mundo; en el otro, al sabio perfectamente inútil. Dos monstruos engendrados por la cultura.
La formación intelectual bien entendida debe abrir la mente y disponerla a la curiosidad. Así se mantiene joven el pensamiento. Decía con orgullo el gran poeta Walt Whitman:“ Yo sólo soy un hombre que riega las raíces de todo lo que crece”. Pues bien, el poeta señalaba un compromiso del hombre culto. Hegel lo definía como aquel que es capaz de reconocer cuándo una proposición ha sido demostrada o, en forma equivalente, cuándo es capaz de reconocer que algo no ha sido demostrado. Pero esto exige una madurez intelectual que sólo se logra después de un trabajo continuado y bien dirigido, después de una higiénica gimnasia mental, para lo cual
dependemos de los educadores. Así se prepara al futuro adulto para defenderse con algún éxito del cúmulo de mentiras que circulan a diario por todos los medios de comunicación, para resistir el atractivo fácil de las múltiples caras de la pseudociencia, que nos acechan desde todos los ángulos, y del esoterismo desvergonzado, uno de los grandes negocios modernos. No olvidemos que el hombre tiene la propensión incorregible a preferir las explicaciones misteriosas y sobrehumanas, a las simples y humanas. Un residuo arcaico del pensamiento salvaje.
Es conveniente recordar a los educadores que un apropiado desarrollo intelectual exige fortalecer la independencia mental y potenciar la razón, lo que nos inmuniza contra la filiación ciega a escuelas ideológicas particulares y a grupos partidistas. Paralelo con ese avance intelectual, se va desarrollando en el estudiante la libertad de pensamiento, la más excelsa de las libertades, de la cual surge espontáneamente la verdadera autonomía. El pensamiento propio y original es su premio, y el menosprecio por las ideas listas para usar, su consecuencia. Un deficiente desarrollo de la razón nos vuelve dependientes. Educamos, dice Savater,“ para que las personas puedan prescindir de nosotros. No hay peor maestro que el que se hace imprescindible toda la vida... Hay que educar para la autonomía, es decir, para la razón”.