ISBN 0124-0854
N º 123 Julio de 2006
Lento y obstinado, Cézanne había intentado— y lo había conseguido— superar lo“ provisional” de los impresionistas con una pintura concreta, sólida y definitiva. La luz, que en los cuadros impresionistas brincaba y envolvía todas las cosas confundiéndolas en un solo y brillante hálito, en sus cuadros vivía absorbida por los objetos, convertida en forma junto con el color. Cézanne había rechazado la impresión en favor de una comprensión más profunda de la realidad. En medio de la dispersión de una cultura de la cual él también formaba parte, había intentado construir algo firme y consistente, algo que no se hiciera añicos. El mundo de la historia y de los sentimientos se había restringido; el artista se había quedado solo. En el fondo, su drama no era muy distinto del de Van Gogh, pero mientras que en Van Gogh se había impuesto la explosión de los sentimientos, Cézanne había comprimido y encerrado los sentimientos en la definición formal. La investigación terca y obstinada de una forma cerrada no era, pues, para él sólo una investigación de pura naturaleza estética, sino también un modo de crear algo duradero, que constituye de alguna manera una certeza. Contemplando los paisajes provenzales que Van Gogh y Cézanne pintaron en el mismo período, la sustancia de esta diferencia se revela plenamente: para Van Gogh el paisaje es el teatro de la violencia sentimental que lo afecta y lo trastorna; para Cézanne el mismo paisaje es una sólida realidad que quiere conservar en la solidez de la forma concebida
como único refugio para la inquietud de los sentimientos. A este respecto, la técnica de Cézanne tiene algo de realmente heroico. En efecto, también en él habitaron los impulsos románticos; también él sintió la fuerza de las soluciones de Delacroix y de Daumier, y, más lejos aún, de El Greco y de Tintoretto, pero él se obligó a tener presente, sobre todo, la lección más firme y decidida de Courbet y de Poussin. Por tanto, el problema de la forma sigue siendo su problema esencial, que, sin embargo, hay que interpretar en la totalidad de las aspiraciones cezannianas. Su ideal es un ideal de clasicismo afirmado en un momento en que ya se había iniciado la crisis de todo posible clasicismo. Cézanne, al aceptar el naturalismo impresionista, había querido superar sus términos más efímeros, volviéndolo a llevar a la medida absoluta de la pintura antigua:“ Imaginaos a Poussin completamente renovado, con sus fundamentos en la naturaleza, y tendréis a un clásico tal como yo lo entiendo”. 2 Tal como le gustaba expresarse, Cézanne quería hacer, pues, del impresionismo algo“ duradero como el arte de los museos”. El suyo no era un sueño académico, era una necesidad espiritual: Todo lo que vemos—¿ no es verdad?— se diluye. La naturaleza siempre es la misma, pero nada queda de ella, de lo que aparece. Nuestro arte debe provocar el escalofrío de su duración, debe hacérnosla gustar en su