Agenda Cultural UdeA - Año 2006 FEBRERO | Page 3

ISBN 0124-0854
N º 118 Febrero de 2006
Sin saber cómo o por qué, evocó al alejandrino Kavafis, el Poeta de La Ciudad, como lo llamó Durrell. Había escrito un singular canto: uno no puede irse de la ciudad en la que ha vivido su propia historia esencial. A donde quiera que vaya lo seguirá y todas las ciudades repetirán una y otra vez su biografía. Uno lleva sus recuerdos metidos en ella, urbememoria, y está destinado a morir y a vivir finalmente dentro de sus calles y muros, no importa dónde estén los muros o las calles que lo vean vivir o morir. Para Kavafis, cada uno de nosotros vive en su única ciudad. La intuición profunda del poeta era que toda ciudad que importa, aquélla en que tejemos nuestros sueños y nuestra vida cotidiana, es virtual. En realidad, no hay más ciudad que esta ciudad. Uno va con ella— la que sea— a todas partes, donde quiera que está la despliega y la construye.
Y, pensó el lector, si la intuición del poeta era correcta, como parecía serlo, su ciudad por excelencia, igual aunque distinto que para las personas-libro, era la biblioteca. Allí habían transcurrido muchas de sus mejores horas, reconocido los sentimientos e ideales más abyectos o sublimes. Pero sobre todo, y como resultado de la virtualidad, forjado sus mejores amistades y sus más hondos afectos.
Y de pronto, el lector entendió un contenido todavía más profundo en la metáfora de Kavafis, el alejandrino: él vivía en su ciudad porque pertenecía a una tradición que se inició hace mucho tiempo; fuera de ella no era
nadie, y la ciudad era el lugar de esa tradición. Por consiguiente, su ciudad hacía parte de una gigantesca urbe que cubría todas las bibliotecas. Allí donde existiese un solo libro, La Ciudad, Bibliópolis, se configuraba, y con ella, todo lo que hemos sido y somos. Ese era, lo entendió de pronto, el sentimiento que alimentaba a las personas-libro. Sí, razonó. Bibliópolis era una tradición cuyo origen estaba en Alejandría, la del Poeta, pero también, y no creyó que fuese una simple coincidencia, la del Faro 2. Alejandro había construido la Ciudad para inmortalizarse. Lo que no supo es que fue doblemente inmortal a causa de la Biblioteca.
De una manera natural, se le fueron presentando las características principales de Bibliópolis. En esta Ciudad virtual el tiempo era isotrópico, y por tanto, no existía la muerte, aunque uno se muriera. En los espacios de la biblioteca había disputado con Platón, Aristóteles y Kant sobre la justicia, visto trabajar a Marx en Londres sobre economía, seguido los pasos de Cervantes por la Mancha, descubierto el ethos de su soledad con García Márquez; y de paso, sonreído cuando encontró lo mucho que algunos de sus ciudadanos famosos presentaban como suyas las ideas de otros, sin citarlos. Además, pensó en escribir al menos esta historia, que de publicarse lo convertiríaen un habitante permanente de La Ciudad …
Por otra parte, la virtualidad que consistía en que La Ciudad está donde haya un libro, cobra