ISBN 0124-0854
N º 106 Diciembre 2004
Caracol y tiene un curso que va casi de oeste a este, que era la dirección que ahora seguíamos. Nuestro arriero un mestizo inteligente, fuerte y corpulento, nos informó que el camino seguía alternativamente por cada margen del no y que debíamos cruzar el agua muchas veces durante nuestra marcha. Entonces tuvimos que iniciar el primer intento, que debo confesar me parecía muy peligroso. Bajamos al lecho del torrente, gran. parte del cual estaba seco en esta época del año;. el lecho estaba lleno de piedras movedizas de forma redonda, desde arena hasta piedras de algunas toneladas de peso, desgastadas por el constante correr del agua durante el invierno, estación en la cual este torrente se vuelve intransitable y los viajeros tienen que tomar otro camino. Incluso ahora, la rápida, profunda, aunque angosta corriente que ocupaba cerca de un tercio del lecho que ocupa en invierno representaba para mí un obstáculo formidable para nuestro avance. Hasta nuestro arriero vaciló por un momento y buscó varios lugares por los que era más fácil cruzar. Finalmente eligió cierto lugar para pasar. Afortunadamente nuestros animales eran muy fuertes y llegamos a la otra orilla sanos y salvos, aunque el agua era tan profunda que tuve que sentarme en la parte superior de la silla con los pies levantados para evitar mojarme. A este respecto debo aconsejar a todos los que viajen a estas regiones, especialmente si vienen de climas templados, evitar sus largas férulas, sus agudos gritos de ánimo que se mezclan con
los mujidos de los bueyes temerosos de pasar la corriente; en fin, todo se fundía para formar una imagen pintoresca que sobrepasa cualquier descripción y que recompensó ampliamente la demora ocasionada. Después de haber cruzado el río por cinco ocasiones, llegamos a un pueblecillo indígena situado al pie de la Cuesta de Ancas, llamada así por su forma. Nuestro arriero nos señaló a una altura considerable de la ladera de la montaña una choza que sería nuestro albergue durante la noche. La choza tenía un aspecto muy parecido al de un nido de pájaro; y pensé que por su posición un fuerte viento la precipitaría al valle de abajo. Compramos algunas papas para la cena en una de las chozas indígenas, y empezamos el penoso ascenso, llegando a nuestros aposentos a las cuatro de la tarde aproximadamente. La casa se parecía realmente más a un nido de cuervos construido en una pendiente de la montaña que a una vivienda humana, lo cual justificó la opinión que tuve cuando la observé desde abajo del valle. Habíamos subido por una cresta de montaña con una quebrada profunda a cada lado; el lugar sobre el que se hallaba la casa tenía apenas unos quince pasos de ancho, y la colina tenía precipicios a cada lado, con un torrente que rugía en el fondo. La anciana de la choza nos recibió de muy mala gana, tal vez porque se debió a que había escuchado que mi compañero era un militar; seguramente creyó que era un oficial colombiano, y no debemos olvidar que estos caballeros no son los mejores compañeros de viaje. A nuestros