ISBN 0124-0854
N º 86 Febrero 2003 luces que nacían en los árboles, juntando alegría para todos. Cada persona podía coger su pedazo. Y sería necesario iluminar esta página para mostrar el extraño colorido de luces que esa noche bañaba a la gente y a los espantos. Las diablas, las cortesanas de El Mohán, las brujas y las muertes danzaban en patines y, entre danza y danza, tocaban niños, abrazaban muchachas, jalaban policías; se ponían cerca de la gente meneando sus deformaciones, pavoneándose más engrandecidas por el furor del festejo que por sus míticos poderes. Desesperados se veía a los acólitos de El Cura sin Cabeza corretear a un lado y otro preguntando por una cabeza. Una niña dijo: " Véala aquí " y la sacó del bolsillo, invisible, apretada con la punta de los dedos, y el acólito, aun más preocupado, le contestó: " No, esa no es " y siguió buscando. Toda la gente se reía. Era 7 de diciembre. Los descendientes urbanos de los antiguos antioqueños, que se las vieron cara a cara con aquellos seres; estaban reunidos para ver pasar la legión de monstruos ancestrales, bruñidos en reino de espuma y lentejuelas, como si tanto infierno prometido, tanta maldición, tanto susto agarrado en matorrales y caminos, fueran cosa de circo con fotógrafos. Los que no gozaban con el simulacro de espantos y con las macabras deformaciones, gozaban viendo tanto correteo de gente. Todos parecían dispuestos a gastar del tributo expansivo que
les había traído la Navidad. Al paso de los mitos y de las leyendas, la avenida La Playa, la avenida Oriental, el edificio Coltejer, que fueron y son mitos de la ciudad, iban quedando atrás, más frágiles que El Hojarasquín del Monte. La cola del desfile marcaba una desbandada, pues por donde pasaba el último espanto se desgranaba el tumulto de espectadores. El centro se retorcía como si fueran las seis de la tarde, con toda esa gente repartida en calles y buses, dirigiéndose a los barrios o al parque San Antonio donde concluiría la marcha con un gran baile. Aquel payaso había esperado sentado en una acera, en medio de dos putas grandes y emperifolladas. Las tres figuras formaban una composición tan transparente y fluida que podían tomarse por una alegoría, un cuadro mítico huido de la marcha que retumbaba a pocas cuadras. A las diez, el desfile había recogido sus huesos y sus prendas de toda clase. El centro, que lo reabsorbe todo como una gran esponja, se había " recuperado " por entero del paso del desfile y las calles con peatones, pasajeros y espantos despojados de todos sus poderes eran otra vez del payaso de doce años y de la noche urbana, que era la noche del 7 de diciembre. Medellín, Antioquia, diciembre 7 de 1996