ISBN 0124-0854
N º 86 Febrero 2003 daban las doce de la noche, hora en que empieza el festejo. Se tumbó en la silla. A ratos chupaba limón para frenar el avance de la gripa que desde hacía dos días lo atacaba, o se ponía a fumar para desvanecer la ansiedad y ahuyentar los zancudos. A lo mejor quiso dormir, irse en un destierro voluntario y regresar con toda precisión a la hora de ponerse el vestido y salir, pero lo que hacía era cuchichear con los que fueron llegando. Varios que conocían el escondite arrimaron y pronto hubo un grupito. Se aproximaban a hurtadillas y contaban en voz baja, aguantada, pormenores de cómo crecían los ánimos de la fiesta " allá afuera ". Pues al mismo tiempo, en el parquecito frente a la iglesia, se iba amontonando gente ya dada a la alegría: se tiraban agua, bromeaban con golpes y empujones, bailaban al son de una papayera que sin rendirse repetía la vieja canción del caimán que se va para Barranquilla. A las doce de la noche el caimán apareció por un extremo del parque. Venía de los caños danzando como sólo saben hacerla los caimanes en sus momentos de más satisfacción. Edgar los ha estudiado, ha gastado meses de su vida aprendiendo sus maneras. La muchedumbre, como imantada, se le pegó en medio de carrerones y gritos. La reina del festival lo recibió con un beso y un abrazo que eran, pudiera decirse en lenguaje de reinados, el perdón de la mujer plateña a Saúl, el mirón de 1940. La papayera se situó
cerca de él y de la reina, que sin esperar más se lanzaron a un baile por las calles del pueblo en medio del gentío que los seguía y los estrechaba plegándose y abriéndose como una canción. A veces, sin atender el ritmo de la papayera, la pareja apresuraba o disminuía el paso; entonces el tumulto se desparramaba y crecían el desorden y la algarabía mientras la pólvora estallaba en el cielo. La ruta del baile no está prevista, pero hay un lugar que resulta obligado en el itinerario de Edgar: la casa donde vivió don Virgilio. Cada doce de diciembre llega allí y llama: " Señor Virgilio, señor Virgilio, aquí estoy ". Los llamados apenas se oyen con tanto griterío que arrastra la fiesta, pero siempre sale alguien para comunicarle que don Virgilio murió y para entregarle un encargo que dejó: un mendrugo de pan, un trozo de queso y un poco de ron, que son los alimentos mencionados por él para la eterna y agraviada soledad del caimán. Esta vez no había nadie en casa porque a don Andrés apenas le sobrevive una hija que estaba enferma en Barranquilla. Edgar improvisó un ayudante que simbólicamente le entregó el recado de su " amigo viejo " y le notificó su muerte. Al escucharlo, quiso llorar, pero al instante su gimoteo de caimán se mezcló con el entusiasmo reinante y todos siguieron regando la fiesta por las calles del pueblo. A las tres de la mañana, Edgar Romanos regresó a su casa en la zona vieja de Plato.