ISBN 0124-0854
N º 86 Febrero 2003 muerte de su profesor y amigo, pero asistido por noble convicción, Edgar juró " recordarlo y darle gloria ", y lo primero que se le ocurrió fue encarnar aquella fábula del caimán. Para su propósito de muchacho no eran necesarias las mujeres y el río bien podría ser una leyenda. En 1965 se disfrazó por primera vez y salió a mostrarse por las calles de Plato. Aunque el pueblo estaba familiarizado con máscaras y disfraces, Edgar recibió palos, piedras y gritos como si se tratara de un caimán verdadero que los ponía en peligro. Un perro que creyó más que nadie en el disfraz, le desgarró la cola, y es probable que desde entonces hayan surgido los versos que se repiten todavía: Me hicieron pasar un susto Me hicieron hasta correr Me dijeron que el caimán era de Plato y resultó libanés. Pero nada de eso pudo desviarlo de su propósito, como él mismo reconoce ahora, " por el amor del fin buscado ". Han pasado más de treinta años. Edgar se hizo educador, se casó, se separó, se volvió a casar, tiene cuatro hijos y sigue siendo el Hombre Caimán de Plato. No necesita que le digan: " hágalo " o " no lo haga "; él de ninguna manera dejaría de hacerla. Es algo personal, pero, después de tantos años, en el pueblo parecen cansados con ese caimán paisano, y puede notarse que algunos le dispensan benevolencia o aguante, como a una mala estrofa perdonada por todos. Edgar, que si no se ha vuelto caimán es por la persistencia de su naturaleza humana
en seguir siendo hombre, parece ignorarlo. El once de diciembre de 1996, un día antes de ser el rey caimán, dueño único del derecho a iniciar el festival que recuerda la leyenda creada por Di Filipo, Edgar se cortó su pelo entrecano, liso; se afeitó, se cuidó ese rostro suyo que lo hace más parecido a Alain Delon que a Saúl Montenegro, y se dispuso a esperar. La experiencia le ha enseñado, a él que es un tipo nervioso, a pasar este día ansioso, pero tranquilo, fumando cigarrillos Belmont y " haciendo cosas varias ": moviendo las figuritas del pesebre, limpiándole las uñas a su papagayo o rumiando pensamientos como un gran viejo, sentado en cualquiera de las treinta y dos sillas, taburetes y sillones que conté en la sala y el comedor de su casa. El doce, como es costumbre la primera noche del festival, se escondió en un solar cercano a los caños del río Magdalena. Eran las diez de la noche cuando entró por una puerta de palos y latas, protegido por la oscuridad. Guardaba el atuendo de bestia en una bolsa que apretaba con el brazo, contra el cuerpo. Un vestido de cinco kilos, de tela cascarosa con pintura a base de aceite y colores verde y amarillo, que le costó trescientos mil pesos. Edgar se queja de que lo hace sudar hasta causarle hongos, sarpullidos y sutiles escamas. Orientándose en las tinieblas se acomodó en un extremo del solar, un quiosco de palmas donde lo esperaba una silla mecedora y donde se podía ocultar mientras