ISBN 0124-0854
N º 86 Febrero 2003 nerviosamente. Por un instante se quedó quieta, inmóvil, mientras una o dos lágrimas iban a estrellarse en la gastada alfombra roja. Tomó su vieja chaqueta marrón. Tomó su viejo sombrero marrón. Con un revoloteo de faldas y con la brillante chispa aún en los ojos, abrió la puerta y bajó las escaleras hacia la calle. Se detuvo frente a un letrero que decía: " Madame Sofronie. Pelucas y postizos de todo tipo ". Volando ascendió las escaleras y se det va, jadeante, para reunir coraje. Madame, corpulenta, muy blanca, glacial, difícilmente parecía llamarse ' Sofronie ".- ¿ Me compraría el pelo?-preguntó Della-.- Compro cabello-dijo Madame-. Quítese el sombrero y déjeme echarle una mirada. Ondeando cayó la parda cascada.- Veinte dólares-ofreció Madame, levantando la masa con mano experta-o- Démelos enseguida. Oh, y las siguientes dos horas viajó en alas rosadas. Olvidad la manida metáfora. Estuvo registrando los almacenes por el regalo de Jim. Al fin lo halló. Había sido hecho para Jim y sólo para él. No había ninguno como ese en los otros almacenes y ella los había registrado todos. Era una pulsera de platino simple y sobria en el diseño, que proclamaba su valor por su material y no por el oropel de la ornamentación, como las cosas de verdadero valor. y era digna de El Reloj. Tan pronto como la vio, supo que sería la de Jim. Era como él. Discreta y valiosa, poseía ambas cualidades. Ventiún dólares pagó por ella, y
corrió a casa con ochenta y siete centavos. Con tal pulsera, Jim podría estar siempre pendiente de la hora en compañía del que fuera. Antes, a pesar de la belleza del reloj, a veces lo miraba con pena por la correa de cuero. Cuando Della llegó a la casa, su intoxicación cedió un poco y dio paso a la prudencia y ~ la razón. Sacó los rizos y se propuso reparar con ellos os estragos causados por la generosidad y el amor. Lo cual, amigos, es siempre una tarea imposible, una trampa para mamuts. Durante cuarenta minutos su cabeza estuvo cubierta de pequeños y apretados rizos que le daban el aspecto de un malvado colegial. Contempló su imagen en el espejo larga, detenida y críticamente. " Si Jim no me mata ", se dijo a sí misma, " antes de mirarme por segunda vez, dirá que me parezco a una chica del coro de Caney Island. Pero ¿ qué podía hacer? Ay, ¿ Qué podía hacer ' on un dólar y ochenta y siete centavos?". A la siete de la noche el café estaba listo y la sartén caliente en el horno, a punto de preparar las chuletas. Jim jamás tardaba. Della dobló la pulsera en sus manos y se sen ó en la esquina de la mesa, cerca a la puerta por donde ' 1 siempre entraba. De pronto oyó sus pasos en la escalera del primer piso y, por un instante, se puso lívida. Tenía la costumbre de rezar para sus adentros por las cosas más simples de todos los días, y ahora susurró: " Dios mío, hazlo pensar que aún soy bonita ". La puerta se